Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

sábado, 29 de noviembre de 2008

El bobo Santos. III. Donde Sito comienza a trabajar y tiene un encuentro desagradable


Han transcurrido unos quince años desde que el bobo Santos se enamoró de Amalia Fuentes, y en quince años pasan muchas cosas, incluso en la vida de un retrasado. Andrés, como es habitual entre los tontos, tiene el defecto de la lealtad y nunca dejó de querer a Amalia. Sin olvidar dicha circunstancia bueno es que no demos la espalda a otros avatares que discurrieron en esta década y media.

Sito Perdigones llegó a la adolescencia velludo y lleno de granos, con una fealdad que su mirada idiota acrecentaba. Solía encerrarse en el baño para masturbarse hasta que su madre lo sorprendió en uno de aquellos delicados momentos. María Antonia, aunque comprensiva, había sido educada en la creencia según la cual los tocamientos son pecaminosos y contrarios a la salud. Sin pensar muy bien lo que decía advirtió a su hijo que se quedaría ciego si seguía haciendo eso tan feo. Andrés quedó aterrorizado y nunca más se masturbó. Pensaba el pobre que la vida de un retrasado feo ya es bastante insoportable como para además vivirla con ceguera, y además le atormentaba la idea de no poder ver nunca más a Amalia, quien entre tanto se había convertido en una joven escandalosamente bella.

En casa de Sito el dinero era un ente mítico del que se sospechaba su existencia pero no podía probarse, o casi. Andresito era vagamente consciente de los remiendos de su ropa y de la dieta de sopa y patatas, así que a los quince años se propuso trabajar, sobre todo para que su hermanita, que rondaba por entonces los cinco años, creciera sana. Aunque sea idiota algo útil podré hacer, se decía, porque el optimismo, junto a la lealtad, es otra de las características de los tontos.

En efecto pudo hacer algo útil durante dos semanas y llegó a cobrar por ello. Un tendero del barrio le ofreció trabajo para llevar la compra al domicilio de los clientes que por unas u otras razones no podían hacerlo por sí mismos. El bobo Santos parecía perfecto para ese puesto, porque era corpulento y cobraría mucho menos que cualquier otro mozo, y aunque fuera retrasado podría, antes o después, dar con la dirección del cliente; a fin de cuentas todos los compradores vivían en las cercanías.

Al principio le fue bien, y se asombró al descubrir que algunas personas le daban propina, circunstancia esta con la que no había contado. La primera vez que recibió esas monedas supuso que sería el pago por la compra y se lo entregó al tendero, pero el hombre le aclaró que los encargos que porteaba ya estaban pagados y que ese dinero era para él, como agradecimiento de los clientes. Aquello a Sito le pareció fabuloso y eufórico le contaría a su madre que había personas buenas que dan las gracias, y que además lo hacen en forma de dinero, sin duda la manera más práctica de agradecer. Naturalmente, como cabe esperar de Andresito, hasta la última moneda iba a parar a la economía doméstica. Jamás se le pasó por su simple y honesta cabeza de chorlito gastarse nada en un capricho.

Un día el bobo Santos llevó un pedido a una solterona de cincuenta años, una mujer fea, gorda, con duros pelos en la barbilla y poco limpia. La señora lo recibió en bata y le hizo pasar. Después echó la llave.

-¿Cómo te llamas, hijo?

-Sito Perdigones, señora.

-¿Y cuántos años tienes?

-Quince, señora.

-Uy, quince años y tan grandote. Seguro que ya tienes novia.

-No, señora, pero me gusta una chica que se llama Amalia Fuentes Castillo, lo que pasa es que ella no me quiere porque soy un poco retrasado y un poco feo.

-Pues a mí me pareces muy guapo. Esa chica es tonta.

-¡No señora! El tonto soy yo; Amalia Fuentes Castillo en la mujer más mejor del mundo y no me gusta que digan cosas malas de ella- respondió Sito perdiendo la eterna sonrisa boba, que era lo más parecido a encolerizarse que podía hacer el buenazo de Andrés.

-Oye, no te enfades. Si lo he dicho de broma. ¿Y tú has visto a una mujer desnuda?

-Sí, señora, a mi madre una vez. Y también me encontré un día una revista con mujeres desnudas. Señora, me tengo que ir pero usted ha cerrado la puerta con llave y se ha guardado la llave en las tetas y usted tendría que abrir la puerta porque tengo que irme a trabajar porque estoy de servicio.

-De servicio dice el tonto. Yo te voy a enseñar lo que es un servicio completo. Seguro que se te pondría la picha dura cuando viste las mujeres de la revista. ¿Te gusta tocártela, Sito?

-Se me puso dura, sí señora, pero no me la toco porque si lo hago me quedaré ciego y no podré ver a Amalia Fuentes Castillo. Señora, es usted muy amable por hablar conmigo, a la gente no le gusta hablar con un idiota, pero yo me tengo que ir, señora.

-Pues toma, coge la llave- dijo la solterona abriéndose la bata. Llevaba un sujetador, donde estaba la llave, pero Sito vio horrorizado que en lugar de bragas había una mata de pelo negro y muy rizado-. ¿Qué, se te pone ahora dura, hijo?

-No, señora. Usted no es como las mujeres de las revistas y me da un poco de asco, señora, pero no se enfade conmigo, por favor se lo pido.

-No me seas tan selecto, idiota, que tú no estás para poder elegir. Ahora verás como yo te la pongo dura y te va a dar mucho gusto.

Al cabo de un rato las manos y la boca de la solterona vencieron la repugnancia que sentía Andrés, y en lo que fue casi una violación Sito perdió la virginidad. Sólo cuando la mujer alcanzó el tercer orgasmo dejó marcharse al bobo Santos, con la recomendación de guardar el secreto de lo que habían hecho so pena de denunciarlo por violador. En la puerta Sito se volvió a la mujer. Estaba llorando.

-No me quedaré ciego, ¿verdad, señora?

La mujer cerró con un portazo sin responder. Tampoco le dio propina.


(Pronto continuará, creo)

jueves, 27 de noviembre de 2008

El bobo Santos. II. Donde sabremos algo más de Lolita y del propio Santos, y donde conoceremos a una niña engreída y cruel.


A medida que María Dolores Perdigones Souto -heredó ambos apellidos de la madre- se iba adentrando en la adolescencia más se avergonzaba de la tara de su hermano. En algún momento, acuciada por las mofas de los compañeros de clase, tomó la rotunda decisión de comportarse en público como si no conociera a su hermano Andrés, y si casualmente en una conversación ve la necesidad de referirse a él lo llama el bobo Santos, como hacen todos.

A Sito lo desconcierta este desprecio que entiende injusto y desagradecido; ¡cuántas veces sacó de apuros a Lolita cuando alguien quiso hacerla sufrir! Su madre le dice que no se lo tome a mal, que Lolita está en la edad del pavo y que no le haga caso, pero luego, cuando Sito no las ve, María Antonia regaña muy severamente a su hija.

- Le debes un respeto por ser tu hermano mayor, y doble ración de afecto por ser...

-Idiota, imbécil, subnormal y retrasado- interrumpe insolente la niñata.

-¡Pero él no tiene la culpa! Tú no sabes lo que pasó.

-Claro que lo sé, me lo han contado. Tu marido borracho lo estrelló contra el suelo porque pensaba que no era su hijo porque tú eras muy fresca y te ibas con otros hombres.

Este diálogo acabó en ese momento, cuando Lolita se llevó el mayor guantazo de su vida. Después su madre, con la mano y el alma doloridas, odió a la gente chismosa que se inventa basura para complicar la existencia de quien ya de por sí la tiene complicada.

A pesar de todo Sito Perdigones es persona magnánima y perdonar a los demás se le da muy bien. Le sale espontáneamente, sin que haga falta ir a pedírselo. Las raras veces que alguien quiso disculparse ante Andrés Santos lo que consiguió fue dañarlo doblemente: la primera vez por la ofensa sobre la que se busca perdón; la segunda por atacar la inmensa modestia de Sito al rogarle un perdón que él da gratis y alegremente. Sito siente mucha vergüenza cuando le muestran consideración, porque a base de insultos, burlas y algunos palos ha llegado a creerse que no es digno de los buenos deseos de nadie. Andrés Santos se siente respetado simplemente con que no le peguen.

El bobo Santos aprendió a escribir su nombre así: "andres santos perdigones". Alguien le explicó que los nombres propios llevan mayúscula y le señaló también que Andrés se escribe con tilde en la e, y desde entonces Sito, obediente, escribe siempre "ANDRÉS SANTOS PERDIGONÉS". Algunas veces se confunde y pone "PERDIJONÉS", pero eso, afortunadamente, sucede poco. También aprendió con placentero esfuerzo a escribir "HAMALIA FUENTÉS CASTILLO". Algunas veces se confunde y pone "AMALIA", pero eso, desafortunadamente, sucede poco.

Sito conoció a Amalia poco antes de dejar el colegio, cuando las clases de educación especial se revelaron tan inútiles como las clases normales. Sito era un grandullón tonto con once años, y Amalia una niña repipi y guapa dos o tres años mayor que él. La adolescente llegó de otra ciudad, se matriculó en el cole de Andrés, en el último curso de E.G.B., y una vez concluidos esos trámites se dedicó de lleno a robarle el corazón a todos los alumnos y a algún que otro profesor de preferencias juveniles.

La primera vez que el bobo Santos vio a Amalia pensó que se había encontrado con un ángel de los que hablaban en las clases de religión. El ángel, sin embargo, acabó mostrándose diabólico. Eso empezó a saberlo Sito Perdigones el día que, habiendo ya dejado de ser alumno, esperó a Amalia a la salida del cole para entregarle una carta de amor. La nota, pues era más nota que carta, decía: "te qiero HAMALIA FUENTÉS CASTILLO y se qe soi idiota y usted erés prefesta y nunca me bas a qerer pero yo sienpre te cuidare y nadie te ara daño si me dejas ser TU AMIGO". Como le pareció que el papel cuadriculado en el que sus palabras estaban escritas era indigno de la diosa a quien iban dirigidas buscó un sobre elegante para dar mayor prestancia a su mensaje. En casa encontró uno que le pareció adecuado, con bonitas letras verdes que no supo descifrar.


Hecho un manojo de nervios, con el corazón saliéndosele por la boca, vio salir a Amalia rodeada de pretendientes. Sin decir nada se plantó ante ella y le tendió el sobre sonriendo con su eterno gesto de pobre infeliz. Amalia se detuvo un instante para mirar aquello que le ofrecía el bobo Santos. Cogió el sobre cuidando mucho de no tocar la mano del idiota y después lo arrojó a un charco al tiempo que decía: "¿Para qué me dará este subnormal una carta de Cajamadrid?" Ese comentario debía de ser muy gracioso porque todos los chicos que acompañaban a Amalia se rieron mucho. Uno de ellos dijo "tú te vas con tu cartita", y dándole un empujón a Andrés lo tiró de culo al charco. Todos volvieron a reírse; Amalia la que más. A Sito Perdigones no le importó demasiado la humillación porque había servido para hacer reír a su amada. Algo más le molestó que Amalia no leyera la carta, ¡con lo que le había costado redactarla!

Aquel día Andresito tardó mucho en volver a casa porque no quería darle el disgusto a su madre de llegar mojado. Anocheciendo se presentó en el pisito y le preguntó de sopetón a la preocupada señora:

- Mamá, ¿qué es Cajamadrid?

-Un banco, hijo. ¿Y por qué me preguntas eso?

-¿Un banco es algo malo?

-Pues... bueno del todo no es ningún banco, cariño. ¿Qué te ha dado a ti hoy con los bancos?

-Mamá, creo que he ofendido a la mujer que amo.

-Ay, mi niño, qué cosas tienes. A ti se te va a acabar ver tanto culebrón, que lo sepas.

Y ríe, María Antonia Perdigones ríe por la ocurrencia de su hijo. Sito en cambio quisiera llorar. Siente el abrazo de un fantasma que le oprime el pecho y quisiera llorar mucho, por su amor que nunca será correspondido, por su inutilidad... por él, en fin. Sin embargo se contiene, porque sabe que cada vez que su madre lo ve triste a ella se le parte el corazón. Y si hay algo que no soporta Andrés es hacer desgraciados a los demás.

En lugar de llorar, Sito sonríe a su madre con el gesto bobalicón.

(Seguirá, pero ahora dejemos solo a Sito para que pueda desahogarse cuando nadie lo mire).

domingo, 23 de noviembre de 2008

El bobo Santos. I. Donde conocemos al protagonista, a su madre, a su hermana, y a dos hombres que no merecen nombrarse


Decir que Andrés Santos Perdigones es normal sería decir mentira. Tampoco se puede afirmar que Andresito sea demasiado especial; como él hay muchos más, aunque no tantos como para sentar norma.

Andrés Santos Perdigones es llamado Andresito por su familia, y el bobo Santos por casi todas las demás personas que lo conocen. A él, en cambio, le gusta presentarse como Sito Perdigones, "porque suena guapo y da respeto", dice. Para él el respeto es importante, aunque no suela ser respetado, y el que no recibe parece compensarlo siendo exquisitamente respetuoso con todo el mundo.

Andrés tiene veintiséis años, un cuerpo grandote muy velludo y el gesto bobalicón. Tiene, también, la conciencia limpia y las intenciones nobles. Con un cociente de inteligencia que lo tacha despiadadamente de idiota podría creerse que Andrés es feliz, como dice la sabiduría popular que son todos los idiotas, pero lo cierto es que Sito Perdigones está en esa frontera desalmada en la que no es lo bastante inteligente para ser uno más, ni lo bastante tonto para no darse cuenta de su deficiencia, por eso Andresito ni es ni podrá ser feliz en la vida que le tocó cuando sus padres tiraron los dados, hace ya veintisiete años, en el asiento trasero de un Seat 127.

Nació Andresito con un peso de tres kilos y doscientos gramos, y fue un bebé normal hasta que al año y tres meses se le escapó de las manos al padre, que venía borracho de celebrar la victoria de su equipo de fútbol favorito. El golpe en la blanda cabeza del niño lo dejó en coma cinco semanas, pero a la tercera su padre ya había desaparecido, dicen que por culpa de los remordimientos. El caso es que dejó bien jodidos a Sito y a la madre, ya fuese por el sentimiento de culpa o por cualquier otro motivo.

Los médicos advirtieron que Andresito, si salía del coma, quedaría algo tocado. Y sí, salió del coma y se quedó algo tocado. María Antonia Perdigones cogió a su bebé tocado y se mudó a un cochambroso, vetusto y diminuto apartamento, porque desaparecidos el cabeza de familia y su sueldo no podía permitirse otra cosa, ni siquiera podía pagar el alquiler de su nuevo hogar en realidad, pero con la buena fe y paciencia del casero, más los trabajos ocasionales de fregona que le salían, mal que bien salió adelante durante unos primeros, durísimos años.

Después, cuando Andresito tenía seis años, se mudaron de nuevo. Esta vez ocuparon un espacioso cuarto en el caserón de un viudo rico. Andresito y su madre compartían la misma cama, pero era habitual que María Antonia fuera requerida por el señor a horas intempestivas para algún trabajo urgente. Entonces Sito se quedaba solo durante horas, despierto, escuchando a veces jadeos y sollozos, hasta que su madre volvía de aquellos trabajos, siempre llorando en silencio. El pequeño Andrés no era un niño listo, desde luego que no, pero sí sensible, y cuando su madre volvía de las expediciones nocturnas la abrazaba y le daba consoladores besos en la frente. María Antonia se aferraba con fuerza a su hijo, a su hijo retrasado, y le susurraba: "ssshh, mi niño, duerme, duerme y deja que ahora vele yo por ti".

Sito Perdigones apenas guarda otros recuerdos de aquella época, si acaso sabe que por los tiempos de la casona fue cuando su madre se volvió a quedar embarazada, y que cuando empezó a notársele tuvieron que irse a vivir a otro sitio. El viudo rico le regaló a la madre de Andrés un pisito pequeño pero nuevo y amueblado, con la condición de que nunca más se acordara de él. Sito está seguro de que a su madre no le costó mucho olvidarse del señor viudo y rico que la hacía llorar por las noches.

Poco después nació María Dolores, cuando Andrés estaba a punto de cumplir los diez años. María Dolores, Lolita, fue una niña sana y encantadora que creció adorando a su hermano mayor, como todos los niños adoran a sus hermanos mayores. Lolita no podía darse cuenta, por ser demasiado pequeña, de que su protector hermano, el invencible Sito Perdigones, era un triste idiota del que todos se burlaban. Hasta que Lolita fue adquiriendo juicio, y con el juicio le llegó también -ay- la vergüenza.

(Esto seguirá, que sólo estamos en el principio, pero seguirá otro día).

viernes, 21 de noviembre de 2008

Mi sueño


Coger a todas las mujeres y matarlas, así de simple es mi sueño. Exterminarlas sin sufrimiento y asépticamente, nada de violencia ni sangre. Lo ideal sería usar una fantástica máquina que al pulsarle un botón -botón que por fuerza ha de ser rojo- desconectara inmediata y definitivamente a todas las hembras humanas. Las imagino apagándose como robots cortocircuitados, cayéndose laxas como marionetas a las que han cortado los hilos. Y me gusta, me gusta mucho esa imagen de ingenios mecánicos averiados o de títeres rotos. O de zorras muertas. Es lo que todas se merecen, por golfas, por malas y por gentuza.

Pero no. Hay que ser fuertes. No se debe caer en la tentación de aplicar la pena de muerte a todas estas pérfidas hijas del demonio, por mucho que se la merezcan. Bien pensado no quisiera matarlas. Mejor sería hacer de la Luna un lugar habitable y mandarlas a todas allí, donde no puedan hacer daño salvo a ellas mismas. Bah, qué carajo: cuando todas estuvieran reunidas en el satélite se les mandaría una generosa andanada de misiles nucleares y a tomar por saco, ¡que se jodan! Habríamos perdido la Luna, pero a cambio nos libraríamos de las perniciosas putillas, putas y putones. ¡Qué paz!

Por supuesto unos cuantos óvulos deberían ser congelados antes del ginocidio por eso de perpetuar la especie, aunque también se podría considerar la extinción humana. No parece mala idea del todo, ¡pero antes ellas!

Otro detalle digno de tenerse en cuenta es cómo dar satisfacción a los varones heterosexuales cuando todas las arpías hayan desaparecido. Para ello podrían conservarse vivas las zorritas más apetecibles con el único propósito de servir como agujeros follables, exactamente como hacen ya muchas, sólo que en este caso no cobrarían por ello ni tendrían lujos de ninguna clase. No obstante me temo que esta eventual solución acabaría trayendo más problemas que otra cosa, porque de sobra es conocida la capacidad de una mujer para emponzoñar todas las relaciones, llegando incluso a enemistar a antiguos amigos con gran facilidad. Es por esto que sería peligroso dejar a unas cuantas vivas, y más peligroso aún si están buenas. Sin duda el camino es la homosexualidad, la abstinencia o el onanismo, y además una buena paja no la supera ningún polvo, así que ni una mujer viva, que no hacen falta para nada.

Bueno, bueno... me dejo llevar por la pasión y acabo siendo algo extremista. Lo aconsejable sería dejar a algunas con vida, encerradas en jaulas y desnudas. Podrían ser visitadas por estudiosos y empleadas como cobayas en cualquier experimento que por su penosidad nos pareciera demasiado cruel para un mono. Los cuidadores de estas bestias inmundas habrían de ser maricones de confianza, de lo contrario antes o después se fugarían los animalejos en connivencia con sus vigilantes. También sería recomendable tener previstos severos castigos para cualquier hombre que intentara beneficiar en modo alguno a estos ejemplares de muestra. La emasculación no sería excesiva en tales casos.

Y nada más por hoy. Ya me he desahogado por un par de días. Buen fin de semana.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Secretos, misterios, una tortuga y el tito Manolo


Mi tío Manolo fue depresivo y homosexual, pero ignoro si existía relación alguna entre lo uno y lo otro. Como era sodomita inconfeso pudiera ser que la depresión se debiera a la amargura provocada por el peso de su secreto, no sé. Que fuera maricón no tenía nada de malo, lo malo era que se relacionara con tipos de pésima catadura.

Nunca he hablado con el resto de la familia acerca de las tendencias sexuales de mi tío. Tal vez sea yo el único que lo sabe, y si lo sé no es porque nadie me lo haya dicho, sino porque tengo ojos en la cara.

Siendo yo niño mi tío Manolo, cuando algún medicamento lo ponía de buen humor, me hacía extraños regalos como estampitas de santos, cortaúñas con navaja o mecheros gastados. Una vez me regaló un coche cabledirigido, en la época en que aquellos trastos eran novedosos y carísimos (supongo que aquel día se pasó con la dosis de clorazepato dipotásico), pero el mejor regalo fue Morla.

Cuando Morla llegó a mis manos no tenía nombre. Era una tortuga terrestre que debía de pesar más de un kilo y tenía un desconchón, como de haberse caído desde gran altura. De dónde la sacó mi tío es un misterio. La llamé Morla por la tortuga de La Historia Interminable y pasó a ser miembro familiar y pesadilla de Kuky.

Era Kuky un gato romano que tras la horrible muerte de Laika me regaló mi madrina. A él no le gustó que Morla, ese pedrusco con patas, se quedara a vivir con nosotros. No podía jugar con ella, pues como todos sabemos las tortugas no son animales juguetones ni animosos, y para colmo esta tortuga mostraba predilección por la comida del gato. Le robaba todo, desde las sobras de una paella (cabezas de gamba incluidas) hasta las madalenas. Morla llegaba lenta pero decididamente hasta subirse al plato donde Kuky comía, y sin detenerse iba abriéndose paso a mordiscos, tragando todo lo que encontraba delante. El gato mientras tanto, impotente, se armaba de paciencia, echábase a un lado y contemplaba la voracidad de su pétrea rival hasta que ella se saciaba o continuaba su camino estragando el comedero. Sólo después podía Kuky volver a comer, contentándose con las sobras que la tortuga había dejado de las sobras.

Sería unos dos años el tiempo que Kuky tuvo que padecer la convivencia con Morla. Un día mi tío Manolo apareció para llevarse a la tortuga. Que era una especie protegida y había que llevarla a una reserva, fue su explicación. Nunca se habló más de Morla y constituye otro misterio el qué fue de ella. Si realmente acabó en una reserva debió de causar cierta sorpresa su llegada, porque entre tanto mi madre había tenido la insólita ocurrencia de barnizarle el caparazón ya que, según decía, “así está más bonica y decora más”. Ya ven, como si la función de una tortuga fuese la de hacer bonito como muchas mujeres. Por cierto que nunca supimos la opinión de Morla sobre su nuevo y brillante aspecto. A mí no me pareció que fuera una tortuga especialmente coqueta, pero vete a saber, como no hablaba mucho…

Mi tío también tenía la costumbre de regalar tabaco, Ducados para los fumadores de negro como él y Fortuna para los consumidores de rubio. Hasta donde sabemos fue eso lo último que regaló, o que tuvo la intención de regalar.

Una tarde, tras comer, le dijo a su madre que se iba a dar un paseo, con total naturalidad y sin documentación, como tantas otras veces. Nunca volvió de aquella caminata.

Fue buscado infructuosamente por las calles de Murcia que solía frecuentar y se recurrió a un programa televisivo en el que se difundió su fotografía, pero nada. La única pista la proporcionó una estanquera vecina a su domicilio: la tarde de la desaparición mi tío había comprado diez paquetes de Fortuna que la estanquera le entregó sueltos, a lo que él pidió que se los envolviera porque eran para regalo.

Semanas después un senderista encontraba en el monte el cadáver semimomificado de mi tío Manolo, cerca del puerto de La Cadena. Sin tabaco, sin gafas, sin señales de violencia y sin explicaciones yacía con las cuencas oculares vacías pero con su barba y su rostro aún reconocibles; yo mismo vi una foto a color en la prensa cuando marché a Murcia para asistir al entierro. De hecho fue esa misma foto la que sirvió para que mi padre comprendiera que el muerto hallado en el monte era su cuñado cuando para todos no era más que un cadáver anónimo.

Poco antes de aquella última y larguísima excursión a ninguna parte la psiquiatra que trataba a mi tío había introducido notables cambios en su medicación. Cabe suponer que se trastornó y vagó sin rumbo durante días, desorientado, hasta caer muerto de sed, de miedo o de tristeza.

Por qué no pidió ayuda a las personas que forzosamente hubo de toparse en el camino es otro misterio. ¿Acaso buscó su muerte? ¿Se dejó morir en el campo como una bestia herida y exhausta?

A quién le regaló, o le iba a regalar los doscientos cigarrillos rubios es el último enigma de esta historia. Yo, que soy un cabeza de chorlito con ínfulas de escritorzuelo, tiendo a creer que el beneficiario de ese postrero regalo sabe cosas que los demás ignoramos.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

¿Ciencia-ficción en la música? ¿Musiciencia-ficción? ¿Ciencia-musificción?


Si las novelas de ciencia-ficción tuvieran banda sonora, si las fantasías futuristas pudieran ser cantadas, si las imaginaciones sobre viajes interestalares fueran merecedoras de himnos, si esos hipotéticos cosmonautas tuvieran nuevos juglares que cantaran sus gestas... sonarían así:





Al menos a mí me gustaría que el sonido de tales aventuras fuera como el que hace M-Clan en este caso, expresando mediante música, letra y sobre todo voces esa sensación de inmensidad y lejanía que todos evocamos al imaginarnos a bordo de una nave en exploración de otros mundos.

¿O me van a sugerir ustedes opciones alternativas?

martes, 11 de noviembre de 2008

De cojones


Hay mujeres que te roban el corazón, y hay mujeres que te roban los huevos.

Él aún no lo sabe pero dentro de un mes le habrán robado los cojones.

Ella en cambio, quizá por ser mujer, sí que lo sabe todo. Y está preparada para el momento, deseosa incluso.

Hasta ahora siempre lo ha tratado bien, afectuosa aunque profesionalmente. Él, algo acobardado, se deja manipular sin proferir un quejido.

La próxima vez que se reúnan será diferente: Ana Velázquez le extirpará los testículos a Gusifluky.

Cuando Gusi sea un gato castrado podrá compartir "habitación" en la residencia Los Perales, y eso lo ayudará a socializarse, que falta le hace.

Yo, que no quiero dar puntada sin hilo, aprovecharé para meter los huevecillos en un frasco de formol (los de Gusifluky, no los míos) y los subastaré en e-Bay. Hay gente que colecciona cosas así. Ya lo que haga el comprador con ellos me da igual, por mí como si se los implanta.

Y ahora, para compensarlos por esta entrada tan estúpida, les voy a regalar dos juegos:

-Desfóguense fogueando. (Lo que todos hemos deseado hacer en alguna ocasión).

-Diviértanse torturando a un señor al que no conocen de nada y que no les ha causado ningún mal. (Lo que espero que no hayan deseado hacer nunca).

domingo, 9 de noviembre de 2008

Suma y sigue


De nuevo dos militares españoles mueren en Afganistán. Se trata del brigada Juan Andrés Suárez García y del cabo Rubén Alonso Ríos.

En estado grave se encuentra el cabo Antonio Cures García, y heridos leves el capitán Enrique Dopico Rodríguez, el sargento primero Gonzalo Miguélez Diéguez y el cabo Alberto Cao Pérez.

Mi pésame a las familias de los fallecidos y mi deseo de una rápida recuperación a los heridos.

Noticia completa con los datos que se conocen hasta el momento.

sábado, 8 de noviembre de 2008

La naturaleza (y su mala follá)


Hay que ver cómo se las gasta la naturaleza (o la Naturaleza, que a veces se merece la mayúscula reverencial y temerosa). Me he encontrado un vídeo que me ha puesto los pelos como escarpias (nota mental: acordarme de averiguar el significado de "escarpia") y lo incrusto aquí para que se jodan ustedes también:




¡Maditos parásitos infames y canallas! Espero que Schumacher, allá donde esté, no se haya convertido en un caracol zombi (snif, snif).

(En relación a la nota mental de antes: pues resulta que una escarpia es lo que yo he llamado toda mi vida alcayata. "Se me han puesto los pelos como alcayatas", ¡qué raro suena!)

viernes, 7 de noviembre de 2008

¿Winnie the Pooh?


La pareja, compuesta por una niña de nueve o diez años y un señor cuarentón, toma asiento en la terraza de la heladería Cucurucho´s. Está en un pueblo que no llega a los mil habitantes y es un establecimiento que en invierno sobrevive sirviendo cafés y en verano vendiendo helados, además de caer en la moda tonta de usar el genitivo sajón impropiamente.

Este diez de julio no tenemos la suerte de encontrarnos en la historia con un observador atento que nos describa con precisión lo que sucede en la terraza de la Cucuruchos´s, pero sí podemos percatarnos de ciertos detalles si observamos cuidadosamente.

Lo primero en lo que nos fijamos es en la niña. Quizá por instinto de protección los niños suelen atraer nuestras miradas. Esta chiquilla es rubita, con el pelo lacio y largo, y tiene los ojos azules. Nos parece demasiado delgada. Se nota que ha estado llorando y nos preguntamos por qué.

El hombre interrumpe momentáneamente nuestra observación al hablarle al camarero: "Uno mediano de vainilla y otro pequeño de chocolate", dice. Ya que hemos puesto los ojos sobre el hombre seguiremos mirándolo. Tiene sobrepeso, la coronilla calva y la mirada viva. Calculamos que lleva dos días sin afeitarse. Viste una camisa azul perfectamente planchada y unos vaqueros desgastados. Calza zapatos viejos pero muy limpios. Entonces caemos en la cuenta de que no hemos prestado atención a la ropa de la niña y nos apresuramos a solucionar ese fallo.

La niña lleva también unos vaqueros, pero no están desgastados como los del hombre. Usa zapatillas deportivas de color rosa que parecen recién estrenadas. La camiseta también es rosa y tiene estampado un oso célebre (¿Winnie the Pooh?). ¡Un momento! Detengámonos en esta camiseta. Varios corazoncitos rojos rodean al osito, pero uno de ellos tiene una forma extraña, tanto que no parece un corazón. Nos asalta la sospecha de que sea una salpicadura de sangre. En ese momento la niña escupe. Una escupidura sanguinolenta impacta contra el suelo despejando definitivamente nuestras dudas. "¡Que no escupas más te he dicho!", recrimina el hombre a la niña, que agacha la cabeza mohína.

El camarero trae los helados. Deseamos que se aperciba del escupitajo sangriento y haga preguntas, pero el camarero no es tan observador como nosotros y nos quedamos sin saber qué le ocurre a esta niña. Por ahora.

Ella lame desganada su bola de chocolate y el hombre, como para hacerse perdonar por haberla regañado segundos antes, le acaricia con un dedo la mejilla y dice: "Esta tarde te has portado muy bien, cielo, como una mujercita". La niña levanta la mirada con los ojos a punto de derramar más lágrimas y responde en voz baja y asustada: "No quiero que me hagáis eso nunca más. Me ha dolido mucho y he tenido mucho miedo". El hombre no añade nada, pero acerca su silla a la de la niña y la abraza besándole el pelo. No es nuestra intención, pero no hemos podido evitar ver que en la entrepierna de este tipo se aprecia un bulto, como si llevara en el bolsillo algo duro y largo.

Se dicen más cosas que no oímos porque están hablando en susurros. Acaban sus helados. El señor paga. Se marchan. Los vemos alejarse cogidos de la mano. Nos gustaría que la niña mire atrás y nos dedique una sonrisa a modo de despedida, pero ni la niña tiene ánimos para sonreír ni puede vernos porque nosotros estamos descubriendo esta historia a través de una página de internet. Como la imaginación no tiene límites seguiremos espiando a esta intrigante pareja. Caminan lenta pero decididamente y nos cuesta muy poco seguirlos.

Entran en el portal número siete de la Calle Real. La niña salta para esquivar una cucaracha muerta. Toman el ascensor, que aunque es estrecho nos permite entrar a todos. No hablan pero el hombre vuelve a acariciar la mejilla de la muchachita. Ese gesto nos hace acordarnos del bulto del pantalón del hombre y echamos una mirada subrepticia. El bulto sigue ahí, más llamativo si cabe. Distraídamente el hombre se lleva la mano a esa protuberancia y la recoloca como si le molestara.

En el tercer piso salimos del ascensor y todos nos colamos en la vivienda B de la tercera planta, porque a estas alturas no vamos a dejar aquí la historia.

Nos recibe una mujer de unos treinta y muchos años. "¿Cómo ha ido?", pregunta este nuevo personaje. "Me he portado como una mujercita", responde orgullosamente nuestra niña. "Incluso el dentista le ha regalado un bonito cepillo de dientes", añade el padre mientras se saca del bolsillo -al fin- el objeto que tanto le molestaba. El mango del cepillo representa a un célebre osito (¿Winnie the Pooh?)

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Amalia, la parapléjica que me dio pena

Actualización (01-12-10): Visitantes del foro lesionmedular.org, por favor leed esto antes de seguir: Yo es que me indigno, me indigno...

Sentir pena por alguien es incómodo, tanto para el que la siente como para el que la provoca, si es que llega a enterarse. Algunas veces en mi vida supe que estaba dando pena, y eso me produjo vergüenza y rabia. A pesar de ello sentir pena es humano y nos hace más solidarios. Supongo.

A eso de las dos de la madrugada del sábado último estaba en el pub Oasis vaciando vasos cuando empezaron a llegar los seres rodantes.

Quizá nunca he contado que cerca de donde vivo hay un centro de rehabilitación para minusválidos. O quizá sea una asociación de paralíticos. O puede que se trate de un club de aficionados a las sillas de ruedas, yo qué se. El caso es que esa organización tiene su sede muy cerca también del pub Oasis, y el pub Oasis tiene una rampa cojonuda para que los seres rodantes puedan acceder sin montar demasiado circo. De todas maneras al final siempre acaban provocando patéticos espectáculos cuando se emborrachan. Hay que ver cómo bebe esa gente. Una vez vi a una chica ebria en una de esas sillas motorizadas que se equivocó al manipular la palanca de marchas: salió disparada arrollando a personas y tirando mesas, hasta que la pobre se enfostió contra una columna. El estropicio fue de aúpa. En otra ocasión dos seres rodantes masculinos estuvieron maniobrando con sus sillas de ruedas para apartar varias mesas y formar un pasillo en medio del pub. Luego usaron ese pasillo para echar carreras con su sillas eléctricas. (O sea, con sus sillas de motor eléctrico, no que compitieran por achicharrarse en siniestros tronos patibularios). El desmadre fue general cuando al resto de clientes nos dio por apostar por uno u otro piloto. Qué risa.

Sí, cuando los seres rodantes llegan al pub Oasis se dan situaciones muy pintorescas, pero se les perdona todo. Se les perdona todo porque dan pena, y cuando alguien te da pena es muy difícil enfadarse con él.

Por eso el sábado pasado no me enfadé con Amalia cuando tropezó conmigo y casi me tira al suelo. Amalia era una chica bastante atractiva que a los veintitrés años sufrió un accidente de moto. Su novio se mató y ella se convirtió en un ser rodante. De eso hace seis años, seis años que Amalia ha invertido en emborracharse muy eficientemente.

Hasta el sábado yo no conocía a Amalia más que de vista, aunque sabía su historia por haberla oído en un par de conversaciones. Tras ser atropellado por ella estuvimos charlando unos minutos. Fue una de esas chácharas vacuas comunes entre borrachos, y es que los dos lo estábamos bastante. Bueno, ella algo más que yo, como prueba lo que dijo después de un rato:

-Me caes bien, Leónidas. Te quiero... contar un secreto.

-Adelante, niña, cuéntame- dije inclinándome y acercando mi cara a la suya para que no tuviera que levantar la voz.

-Algunos tíos me llaman Mamalia, porque la mamo que te cagas- me susurró al oído la muy pícara antes de lamerme la oreja.

Inmediatamente la chorra se me puso morcillona, por supuesto. Medio cubata más tarde Mamalia y yo salíamos del Oasis. Tuve que empujar su silla porque mi nueva e inválida amiguita quería conservar batería para volver a su casa cuando hubiéramos terminado. Pensé subirla a mi piso, pero temí que luego no quisiera irse, y a ver quién es el guapo que echa de su casa a una minusválida en plena madrugada. Yo por si acaso me la llevé al callejón sin salida que hay tras el pub.

Allí, entre cubos de basura y gatos sorprendidos, gocé de la primera felación que me hacía una mujer en silla de ruedas. La verdad es que Mamalia me la chupó de muerte. Imagino yo que como no podría follar con sus amigos parapléjicos del club de fans de la Gran Silla Rodante, pues desarrolló el talento sustitutivo de comer pollas con notable maestría.

Tras descargar todos mis muñequitos en la boca de Amalia estuve a punto de preguntarle si me dejaba mear en el mismo sitio, pero me dio corte por si se ofendía, así que oriné en una esquina, donde por el olor supuse que otros cinco mil se me habían adelantado. Me estaba cerrando la bragueta cuando la simpática Amalia dijo:

-Oye, Leo, chúpame ahora tú a mí, porfi.

Joder, con aquello no contaba yo, y malditas las ganas que tenía de comerle el coño a una jodida paralítica, que igual hasta se había cagado encima y ni se había enterado. Pero ya sabemos lo que pasa con esta gente que da pena; que todo se les consiente, así que me apiadé de aquella criatura y le puse en la mano un billete de veinte euros.

-Con esto podrás pagar a algún vagabundo para que te ensalive la entrepierna. Hasta luego, ¡y no corras demasiado con ese trasto, Fittipaldi!

Y me largué, justo cuando se desataba un chaparrón. Sin embargo la conciencia me estaba mordisqueando los cojones y al cabo de unos pocos metros decidí dar media vuelta y entré de nuevo en el callejón. Amalia estaba en el mismo sitio, llorando y empapándose en su silla de ruedas motorizada. Había dejado caer el dinero y su pecho se agitaba al ritmo espasmódico de un llanto silencioso.

Nunca en mi cochina vida he sentido tanta pena por alguien. Qué desgraciada y desvalida me pareció aquella pobre chica. Tanta compasión sentí que estuve cerca de chuparle su insensible rajita de una puñetera vez. Pero no. Lamerle el coño a una tía por lástima es insultante para ella y no debe hacerse nunca.

En lugar de meter mi cara entre sus piernas inútiles me coloqué tras el respaldo de la silla y le acaricié los hombros y la nuca, hasta que me cansé de sentir tanta pena. Entonces le aparté el pelo mojado que se le pegaba a la cara, saqué la navaja y le rebané el pescuezo para que dejara de sufrir. Pero la desdichada siguió sufriendo un buen rato más porque tardó en morirse. Por fin se ahogó en su propia sangre. Qué aliviado me quedé, oye.

Sentir pena por alguien es incómodo, tanto para el que la siente como para el que la provoca. A mí me jode mucho sentir pena por alguien.