Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

martes, 11 de marzo de 2008

Juncal del Hoyo y su padre


Juncal del Hoyo (nombre ficticio) era un compañero extraño. A veces tan dulce y mimoso -nunca conmigo- que llegué a pensar por momentos que era homosexual. Son prejuicios, lo sé, y ahora ya tengo la suficiente experiencia en la vida como para haber desechado esos juicios simplones, erróneos, y además innecesarios. Por cierto, era uno de los mejores compañeros que tuvimos los químicos artificieros de la decimoséptima promoción del Instituto Politécnico Nº 2 del Ejército.

Juncal nunca se enfadaba en serio ni era capaz de guardar rencor. Muy infantil para ciertas cosas, pero muy maduro para otras que descubrí en tercer curso. Por cercanía alfabética de apellidos Juncal y yo compartimos camareta durante gran parte de aquellos tres años de internado militar, y a pesar de ello nunca fuimos amigos. Hoy lo lamento. Él iba por su camino y yo por el mío. Éramos tan diferentes...

Juncal era un caso raro en el Politécnico. Su padre era ingeniero de cierta empresa aeronáutica, lo que convertía a Junqui -soy dado a los diminutivos acabados en i o en y, cada cual tiene sus ñoñeces- en algo así como un niño pijo, pero él no permitía que eso lo distinguiera de los demás. Jamás hizo ostentación de nada.

Un día, mientras estábamos de prácticas en el laboratorio, el Teniente Cerdán, nuestro tutor, lo llamó a solas. Al cabo de un rato Juncal volvió con los ojos húmedos y nos explicó que su padre había sufrido un infarto y estaba en coma.

Pasaron un par de meses en los que Juncal siguió siendo el de siempre. Pasaron un par de meses en los que se impuso la orden nunca dictada de no preguntar por el padre de Juncal.

Una mañana, tras sonar diana y escuchar por megafonía la atronadora voz del sargento de cuartel -¡Venga, en pie, que salgo de la oficina y me lío a pedir notas!-, el sargento añadió algo más con otra voz:

-Juncal del Hoyo... Juncal del Hoyo... Preséntate en la oficina urgentemente.

Juncal se vistió muy deprisa, como siempre. Hizo su cama y fue a la oficina. Unos minutos después todos los químicos, junto a los administrativos y algunos electrónicos, bajábamos de la tercera planta para asistir a la formación y recuento ante las puertas del enorme comedor donde más de mil personas nos alimentábamos. A la altura de la segunda planta, donde estaba la oficina del sargento de cuartel, Juncal se incorporó al río humano. Ya he dicho que no éramos íntimos, pero nadie parecía entender el significado de aquel requerimiento intempestivo ("preséntate urgentemente en la oficina", a las siete de la mañana), así que, temiendo lo peor, me las arreglé para llegar hasta él y le pregunté qué le habían dicho. Lo estoy viendo ahora. No me miró, sólo dijo, con toda la naturalidad del mundo:

-Pues nada, me han dicho que ha pasado lo que tenía que pasar.

No hubo lágrimas. Nada de aspavientos. Sólo la constatación desapasionada de la inevitabilidad. Supongo que después Juncal, ese adolescente mimoso, lloró a solas, donde y cuando nadie lo pudo ver. Sin consuelo.


Sin palmaditas en la espalda.

Con un par de cojones.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hay que ser muy macho para aceptar el dolor delante de los compañeros de mili.