Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

sábado, 16 de junio de 2007

Laika


Laika era una gatita naranja y blanca, de bigotes cortos y rígidos. Le puse ese nombre por la otra Laika, una perra que fue el primer animal que, abordo del Sputnik 2, orbitó nuestro planeta. Fue mi primera mascota y no tengo apenas recuerdos de ella, porque sólo disfruté de su compañía unos pocos días, acaso una o dos semanas.

Sí recuerdo, en cambio, su muerte.

Por aquellos tiempos (yo tendría unos diez años) en mi casa no se hablaba de comida para gatos. Nada que ver con lo que ocurre ahora, cuando Sara, la perra de mis padres, se nutre de pienso y de la comida humana que roba o que se le ofrece. Pero entonces se daba por sobreentendido que un gato se alimentaría con nuestras sobras, así que nada de comprar comida específica para la gata.

Mi hermano José María (cinco años menor que yo) siempre tuvo mal comer, y era un número ver a mi madre intentando hacer que tragara algo. José María se ponía en pie sobre las sillas de la cocina y se negaba a abrir la boca, mientras nuestra madre se esforzaba por hacerlo comer, aunque fuera poco. Aquel día iba la cosa de hacerlo tragar un huevo cocido, o al menos algún fragmento. Yo veía como iban cayendo al suelo trozos de huevo cocido que mi madre no lograba meter en la boca de mi hermano, mientras él no dejaba de quejarse, llorar y patalear. Todo esto mientras estaba de pie en la silla. La silla a veces hacía equilibrio sobre tres patas, dejando la cuarta en el aire.

Mientras tanto, Laika se estaba poniendo tibia comiendo los restos de huevo cocido que le llovían desde las alturas. Hasta que lo que le vino desde las alturas fue esa cuarta pata de la silla, que le rompió el cuello. Pero Laika no murió asépticamente como vemos en las películas. No, qué va.

Yo vi a Laika saltar varias veces, haciendo unas piruetas indescriptibles, mientras como por arte de magia iban apareciendo salpicaduras de sangre en toda la cocina. La gata saltaba y se retorcía en el aire, y yo veía aparecer goterones de sangre en el frigorífico, en los armarios, en el horno... Corrí hasta el salón y me tiré sobre el sofá, llorando, pataleando y gritando "¡ASESINO, ASESINO!" No quería darme cuenta, o no podía entender, que fue un accidente.

Cuando años después el propio José María, mientras cruzaba un paso peatonal murió atropellado por un conductor que circulaba con exceso de velocidad, no tuve a mi alcance al culpable a quien gritar "¡ASESINO, ASESINO!". No saben lo que lo lamento. Durante años fantaseé con la idea de ir a buscarlo a su casa (como es habitual en estos casos nadie acabó en la cárcel, y por métodos que no vienen al caso me hice con su dirección) para recordarle que es un asesino, sólo para eso. Pero ni eso hice. La gente como yo nunca hace nada. La gente como yo somos unos mierdas que nos limitamos a escribir y no actuamos. La gente como yo somos unos cobardes. La gente como yo somos unos mierdas que ni por un hermano movemos un dedo. La gente como yo necesita la excusa de hablar de una vieja mascota para soltar mierda que llevamos muy adentro.