Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

lunes, 31 de diciembre de 2007

Feliz 2008, Resistencia


Habría pasado un año sin que supiera nada de M, pero hace unos días se puso en contacto conmigo para sugerirme que pasáramos juntos esta Nochevieja para la que faltan unas horas.

M es una mujer de treinta y seis años, rubia, incansable fumadora de porros, muy golfa y atrevida en la cama. Es de esas mujeres que están más buenas desnudas que vestidas. A M uno la ve por primera vez y piensa que es un fideo, pero cuando la ve desnuda no puede evitar desear comer una buena sopa de fideos. Tiene un pequeño par de tetitas firmes, un culito respingón y los músculos abdominales marcados. Díganme qué mujer de esa edad marca abdominales. Cuando follaba con M me lo pasaba francamente bien. Luego su novio volvió de Barcelona y empezamos a follar menos, hasta que, no sé por qué, perdimos el contacto.

Ahora me buscaba para pasar esta noche juntos, y añadía: "Toma mi nuevo número de teléfono, un regalo navideño. Es un buen regalo, ¿verdad?" Sí, es un buen regalo, pero me temo que me va a servir de poco. Es curioso, porque últimamente me acordaba mucho de ella. Aún así le he dicho que no, gracias, que esta noche la quiero pasar a solas con mi gato. Eso significa que, despechada y vengativa, me ignorará cuando yo la busque. Por eso me va a ser inútil su nuevo número.

¿Saben?, he mentido a M. Gusifluky y yo no vamos a estar solos esta noche. Permítanme que ahora les hable de mi adorada Alyx:

Conocí a Alyx por casualidad, hace ahora cuatro años. Nos conocimos en un centro comercial de Murcia, en el pasillo que estaba lleno de videojuegos. Nos caímos bien. Al principio no le hice mucho caso, yo estaba enamorado de una mujer de cuyo nombre no me quiero acordar, pero después, poco a poco, viviendo experiencias juntos, pasando miedo, protegiéndonos mutuamente, he llegado a amar a Alyx.

Es una guapa chica de veintitantos, atlética, muy inteligente, valiente y guerrera. Es morena, mestiza de un hombre negro y de una mujer blanca, esbelta y divertida. Me gusta que siempre vista de un modo informal, cómodo y práctico. Cuando salgo con Alyx en busca de aventuras nunca oigo la estupidez de que le aprietan los zapatos, o que los tacones la están matando, o que se le corre el rimmel. Alyx no usa tacones, no se maquilla ni lo necesita. Alyx es perfecta al natural, como los berberechos. Si acaso le hace falta un poco de limón. Y yo soy su limón.

Formamos invencible binomio, Alyx y yo. Nadie se entregó por mí como ella lo ha hecho. Por nadie me he arriesgado tanto como por Alyx cada vez que me lo ha pedido, y aun sin pedírmelo. Aunque no se lo crean, nunca he tenido sexo con Alyx; salvar al mundo es nuestra prioridad.

Lo siento, M, follar con vos es divertido, pero combatir a la Alianza junto a Alyx lo es mucho más. Tengo el honor de presentarles a mi novia, Alyx Vance:





Compañeros de la Resistencia: Yo, Gordon Freeman, os deseo que el año 2008 sea el año en que derrotemos a la Alianza. Ahora debo dejaros. Alyx y yo tenemos trabajo que hacer.



sábado, 29 de diciembre de 2007

En defensa del obispo


No se acostumbren a verme darle la razón a la curia. Hasta yo me siento raro haciéndolo, pero es que como no lo suelte no duermo tranquilo. Vamos por partes:

El DRAE, sobre la palabra pedofilia, nos remite a la inusual paidofilia, y la explica así: Atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes.

Pues bien, según esto, me declaro pedófilo, además ya hablé de ello alguna vez. El asunto es incómodo, desde luego, y pocos son quienes se atreven a abordarlo sin hipocresía. Por lo que a mí respecta, supongo que soy un pedófilo atenuado, pues sólo las adolescentes me gustan, y no todas, de hecho más bien pocas. Pero sí, hay señoritas quinceañeras que me ponen a mil, como exactamente le ocurre a casi todos los lectores masculinos de este blog, porque yo no estoy hecho de una pasta especial, ni ustedes tampoco. Otra cosa es que lo admitan. Ay, cuánto miedo a decir alto y claro lo que no es más que un hecho perfectamente natural, como, por cierto, también es muy natural que una chavalita de trece años se masturbe pensando en sus ídolos musicales, por ejemplo, alguno de los cuales le multiplicará la edad por tres o cuatro --¡pequeñas pervertidas gerontófilas!--.

Como vivimos en la sociedad que vivimos, cada día más parecida a la estadounidense, se nos da muy bien el rollito de la doble moral, y no nos faltan legisladores que mientras se pajean pensando en la linda hija de catorce años del vecino del tercero derecha redactan leyes que criminalizan esas conductas. Pero puede ocurrir, y de hecho ocurre, que esa adolescente quiera un revolcón con Obdulio, el vecino del primero izquierda, que tiene treinta y ocho años y está buenísimo. Naturalmente ahí está el legislador, para evitar que eso ocurra, entre otras cosas porque es más feo que pegarle a un padre, y si él no folla aquí no folla ni dios.

Observen que en nigún caso estoy hablando de forzar a nadie a nada. No hablo de violaciones, ni de prácticas sexuales bajo ninguna clase de coacción. Hablo de follar, punto. De follar saludablemente y nada más.

De igual modo que a Menganito Fulánez, de veintiocho años, le puede apetecer beneficiarse a Menganita Zutánez, de quince años, puede ocurrir que a Juanita Smith, de trece años, le pique el chichi por Anastasio Rodríguez, natural de Salamanca y con cuarenta y tres primaveras. Reconozco que este último caso no será muy frecuente, pero ocurrir, vaya que si ocurre. Si ambos están de acuerdo, pues a gozar se ha dicho, y lo que me parece un abuso hacia el menor es promulgar leyes que limitan algo tan íntimo como es el uso libre de la sexualidad.

Naturalmente que hay quien piensa que alguien con trece años no debe usar su sexualidad, o como mucho podrá usarla sólo con alguien de su edad aproximada. No estoy de acuerdo. Ojalá cuando yo era un tierno adolescente me hubiera cogido por banda una treintañera buenorra y me hubiera enseñado a hacer cochinadas, cuantas más y más cochinas mejor. Qué maravilla, oigan. Y como bien saben eso es una fantasía recurrente entre adolescentes varones. Las chicas, creo, no son tan directas, pero pónganle a cualquier cuarentón que medio se conserve bien un coche de la marca Porsche, y háganlo aparecer en un par de películas en el papel de galán, y ya me dirán qué efecto produce eso en las braguitas de las adolescentes, por muchas canas que peine el tipo.

Viene todo esto porque ahora se está linchando en los medios de comunicación a un obispo porque, según dicen, justifica la pedofilia. Me parece a mí que se están retorciendo un poco bastante las palabras del monseñor. Yo entiendo que no justifica nada, sino que ha dicho una verdad de esas que son políticamente incorrectas y que nos dan mucho miedo, no vaya a ser que el tío tenga razón y nos saque de nuestra plácida ignorancia, y entonces, figúrense, nos tendríamos que replantear algunas cosas, tendríamos que pensar. Jolines, qué acojone, pensar... ¡No hemos salido de una dictadura de cuarenta años para pensar! Hemos salido para... Uhmmm, ¿para qué hemos salido? Uy, ya estoy pensando demasiado. Deja, deja, ya pensará alguien por mí, seguramente el mismo gracias al que pago un cincuenta y cuatro por ciento de mi sueldo en la hipoteca de un humilde pisito.

En fin, sigamos con el obispo. Ahora debo aclarar que en esta entrada me limito a expresar mi total acuerdo con Bernardo Álvarez, el obispo de Tenerife, exclusivamente en lo referente al final de la entrevista que publicó La Opinión de Tenerife el 24 de Diciembre, fragmento que parece ser el desencadenante del linchamiento (lo demás que haya podido decir Bernardo Álvarez no tiene nada que ver con esta entrada):

"Puede haber menores que sí lo consientan y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de 13 años que son menores (sic) y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso si te descuidas te provocan. Esto de la sexualidad es algo más complejo de lo que parece."

Pues sí, Don Bernardo, así es. No veo que esté usted justificando nada. Está diciendo una verdad como un castillo, de las que joden, de las que hacen daño, de las que la mayoría de la gente preferiría no tener constancia, o al menos que nadie se las recordara. Hay cosas de las que es mejor no hablar, Don Bernardo, y ya ve cómo lo están poniendo por haberse atrevido, ¡si hasta hay quien pide su excomunión, Monseñor! Es de locos, ¿verdad? A mí, lo que me jode un poco de todo este asunto es que haya sido usted, precisamente usted, un jerarca de la Iglesia, quien haya tenido los cojones de decirlo. Enemigo como soy de religiones, hoy me va a permitir que le estreche la mano, Monseñor.

viernes, 28 de diciembre de 2007

Subnormales acríticos y la madre que los parió. (Villancico)


Si es que nos lo merecemos, si es que somos una panda de deficientes, si es que toda la mierda que nos venga nos la hemos buscado. Maldito país de gentuza que endiosa a los mangantes y convierte en héroes a los sinvergüenzas. Si es que parece que nos gusta bajarnos los pantalones y que nos follen bien follados, hostias, que lo nuestro es vicio ya, joder, como en aquel chiste del cazador y el oso, que acaba diciendo el oso: "oye, entre tú y yo, ¿tú no vienes aquí a cazar, a que no?" (Si no conocen el chiste ya lo contaré cuando esté de humor).

Que una gran parte de la sociedad española seamos unos desgraciados porque nos viene impuesto de nacimiento, pues bueno, luchemos contra ello y busquemos una mayor justicia social, pero, ¿cómo lograr eso cuando hay tanto acrítico soplapollas que aplaude al Hijo de la Gran Puta que lo está pisoteando? Qué difícil es luchar contra la idiotez, maldición, qué difícil es.

Viene todo este desahogo por un caso ocurrido en Totana, pueblo de Murcia, la Región donde nací y me crié. El alcalde de Totana anda entre rejas por uno de esos delitos urbanísticos que tanto han contribuido a que ahora cada hijo de vecino paguemos monstruosas hipotecas. Pues resulta que en Nochebuena se acercó a la cárcel donde ese señor está encerrado una muchedumbre, gentío que en lugar de pedir su pellejo, como sería comprensible aunque no permisible, le ofrecían su apoyo solidario en tan familiar noche.

Maldito país de mierda que hace héroes a los villanos, próceres a los ladrones y personajes amables a los más infames canallas. Qué vergüenza me dais todos.

Pero, oh, recordemos que estamos en fechas navideñas, de infinito perdón y bla bla bla... Venga, vale, me voy a salir de mi línea y publicaré un villancico que yo mismo he escrito:



Ron, ron, ron.
Ese tontarrón
comía turrón.
Ron, ron, ron.
Pagando al ladrón
estaba contento
buscando la polla más adentro.
Ron, ron, ron.
El imbécil aplaudía
mientras se la metía
el bujarrón que lo exprimía.
Ron, ron, ron.
Ese tontarrón
comía turrón.
Sentíase orgulloso
mientras comía turrón,
ron, ron, ron,
de ver a su criminal
vivito y peleón,
ron, ron, ron.
Ese tontarrón
paga su hipoteca
sin darse cuenta que no llega
ni a humilde aprendiz
de pordiosero y mangante,
pero es que es muy tolerante,
ron, ron, ron.
Mientras tanto come turrón,
del blando, del duro, de pistacho,
pues ni es persona ni es macho.
Ron, ron, ron,
el tontorrón
comía turrón.



domingo, 23 de diciembre de 2007

La confesión del Tío de las Patatas


A Juan Mondéjar García, y en memoria de Antonio Morales, Sergio el de la Penca, Paquito el petardero, Tito, Guillermo y Pepe el chichones.



Todos odiábamos al Tío de las Patatas, pero él nos odiaba aún más a nosotros.

Me crié en un barrio obrero de las afueras de Murcia, entre los años 1975 y 1991. Por entonces Murcia no era la ciudad moderna y devoradora de campo que ahora es, y mi barrio constituía la frontera entre la urbe y la huerta murciana. Los niños de mi generación que vivíamos allí crecimos jugando en la calle. Era muy común salir de casa con una carabina de aire comprimido, o escopeta de perdigones como incorrectamente la llamábamos, sin temer nada de la Guardia Civil ni de la Policía. Disparábamos a pájaros, a latas, a culebras, y ocasionalmente también nos disparábamos entre nosotros. Nadie murió ni sufrió lesiones graves. Éramos unos críos rústicos, pero no íbamos por la vida con una navaja en el bolsillo, a menos que fuera para pelar fruta robada en alguno de tantos huertos que se nos ofrecían tentadores y desprotegidos.

Vivimos nuestra adolescencia fumando cigarrillos a escondidas, ocultos entre monte, ruinas y huertos. En casa no comíamos fruta, para desesperación de nuestras madres, pero era salir a la calle y nos entraban unas irrefrenables ganas de robar membrillos, naranjas, moras, limones, ciruelas, granadas, panochas, habas... El consumo clandestino de aquellos alimentos, unido a las consiguientes carreras huyendo del hortelano, nos convirtió en una generación de muchachos sanos y atléticos. Nosotros no fuimos chicos obesos porque no sabíamos lo que era un Burger King, ni un McDonald´s, ni un Pizza Hut, ni nada de eso. Si acaso sabíamos lo que era un Bollycao, un Cropán o un Tigretón porque comíamos uno al mes. Bueno, sí conocíamos las monas del bollero, que iba al recreo del colegio con aquella cosa, mitad triciclo mitad tienda de confitería, y vendía sus productos ambulantemente gritando: "¡Neeeene, llora. Lloooooora nene!" Qué maldad, la del bollero. Pero no, en realidad era un pedazo de pan, y nos fiaba las monas rellenas en el recreo escolar creyendo, iluso de él, que nuestras madres se las pagarían después. Aunque es sólo una teoría, Mondéjar y yo sospechamos que el bollero fue a la quiebra por culpa de Tito, un amigote nuestro que arruinó el negocio por abusar de la bondad del vendedor de bollos.

En aquel tiempo, Tito, Mondéjar, Morales, Sergio el de la Penca, Pepe el chichones, Guillermo, Paquito el petardero y yo éramos el terror de los humildes minifundistas de la zona. No había alambrada de espino que nos detuviera, ni muro demasiado alto que no pudiéramos saltar, ni escopeta cargada con cartuchos de sal que nos amedrentara. Éramos veloces, ágiles y osados. Nos creíamos muy chulos con nuestros cigarrillos en la comisura de la boca y con nuestros bigotillos como pelusa de melocotón. Nos creíamos inmortales, joder.

Hasta que Morales apareció ahogado en una acequia.

Morales acababa de cumplir trece años y un día no asistió al colegio. Al día siguiente tampoco. Ni al otro. Ni nunca más. Los dos primeros días de ausencia todo el mundo del barrio estuvo rastreando la zona. Al tercer día fue cuando Guillermo y Mondéjar lo encontraron ahogado en aquella acequia caudalosa, aunque no tanto como para que un adolescente pudiera ahogarse en ella accidentalmente, una acequia donde ya se había buscado mil veces.

Recuerdo a Mondéjar como si lo estuviera viendo ahora, corriendo con la cara desencajada y las mejillas aún húmedas de lágrimas. Gritaba mientras se acercaba a mí: "¡Lo hemos encontrao, Leo! ¡Lo hemos encontrao y está muerto! ¡Se lo han cargao, tío, se lo han cargao!"

Todo el mundo sabía en el barrio que a Morales lo habían asesinado ahogándolo en una acequia tras tenerlo retenido dos días, pero nadie podía imaginarse los motivos, si es que los hubo. Antoñito Morales no tenía señales de violencia, sólo un feo color azul y los ojos abiertos y espantados.

Se habló mucho durante siete meses de aquella misteriosa tragedia, hasta que Guillermo y Sergio el de la Penca faltaron una noche en sus casas.

A Guillermo y a Sergio el de la Penca los buscaron por más tiempo. Cinco días tardaron en encontrarlos colgando por el cuello. El propio padre de Guillermo fue quien descubrió los cadáveres, y seis meses después se estrelló con su coche matándose en el acto, no se sabe si accidental o intencionadamente. Los habían ahorcado en una higuera, una higuera que mil veces fue vista durante esos cinco días sin que nadie notara nada raro. Inevitablemente esta doble desgracia fue relacionada con la de Morales, pero la policía no tenía ninguna pista. Empezaron a correr rumores absurdos por toda la Región de Murcia. Alguien estaba matando a los adolescentes de un barrio de las afueras de la capital, decían por todas partes.

Y era cierto, porque apenas cuatro meses más tarde desapareció Tito.

Con Tito fue diferente. Pocas personas del barrio salieron en su busca, y ni la propia policía se tomó muy en serio su desaparición, porque Tito tenía un amplio historial de fugas del domicilio. Casi todo el mundo creyó que Tito quería aprovechar la muerte de sus amigos para llamar la atención.

Dejaron de pensar así cuando un pastor comunicó que había un muchacho de unos dieciséis años con un hacha clavada en la cabeza, cerca de unas ruinas conocidas por Villamilagros.

Mi barrio empezó a despoblarse. Las viviendas se vendían casi regaladas. Nadie quería vivir en el barrio del Tío Saín, como empezaba a ser conocido en Murcia. Ojalá se hubieran marchado también las familias de Pepe el chichones y de Paquito el petardero. Qué coño, ojalá nos hubiéramos ido todos, convirtiendo aquel barrio en un Chernobyl fantasma.

A Pepe el chichones lo llamábamos así porque siempre se las apañaba para tener algún chichón en su cabeza de finísimo pelo rubio, casi albino. La última contusión que sufrió en su cabeza fue la provocada por alguna escopeta de caza. Así lo encontró la partida que salió en su búsqueda en cuanto desapareció: le faltaba media cabeza. Un vecino mío estaba en el grupo que lo encontró, y escondido tras una puerta escuché cómo le contaba el hallazgo a mi padre. Hay palabras que se le quedan a uno grabadas para siempre. Dijo el vecino a mi padre: "José María, estaba el angelico tirado boca arriba, y por encima de la nariz no tenía nada. Ni los ojos se le podían encontrar. Todo volado. Todo se lo habían volado a la criatura".

Luego cayó Paquito, apenas dos semanas después de lo de Pepe. Paquito apareció en un huerto de limoneros. Estaba atado a uno de esos árboles, amordazado y con las tripas fuera. Parece ser que sufrió mucho antes de morir, pero para entonces ya estábamos insensibilizados al dolor y sólo aspirábamos a encontrar al culpable.

La prensa hablaba mucho de mi barrio en esa época, y recuerdo algún artículo de opinión en el que se deseaba que el asesino fuera encontrado por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, porque de ser encontrado por la gente del barrio sería añadir un crimen más a la larga lista. Qué razón tenía quien aquello escribió.

Poco después yo me fui a estudiar al Instituto Politécnico Número 2 del Ejército, en Calatayud, Zaragoza, a muchos cientos de kilómetros de mi barrio. Mondéjar se quedó solo en el barrio del Tío Saín. Ya no quedaba ninguno de nuestro grupo, pero él siguió allí temerariamente.

El muy cabrón ha sobrevivido. Ni él ni yo vivimos ya en aquel barrio, pero él está más cerca y se ha enterado antes que yo de la noticia. Hoy me ha llamado para decirme que el Tío de las Patatas ha confesado los crímenes de hace casi veinte años, ante el párroco que le daba la extremaunción, y ante varios familiares que han ido directos a la policía por no sentirse sujetos al secreto confesional.

El Tío de las Patatas... Qué cosas.

El Tío de las Patatas tenía un minúsculo huerto de esos tubérculos que no nos interesaban en absoluto, pero tenía la mala fortuna aquel hombre de que su pequeña plantación nos pillara de frontera entre nuestra zona de juegos y los ricos huertos de frutales. Cuántas veces pateamos los caballones de patatas como camino intermedio hasta nuestros objetivos, y cuántas veces nos persiguió el Tío de las Patatas por ello...

Todos odiábamos al Tío de las Patatas, porque siempre nos sorprendía cuando habíamos examinado el panorama y lo dábamos por desierto, y porque ese hombre, que rondaba los cincuenta años, tenía una agilidad como la nuestra, y una velocidad aún superior. El Tío de las Patatas era la limitación a nuestras ganas de juerga, y de él se contaban temibles leyendas, como aquella que decía que tenía una culebra amaestrada y que la usaba como látigo contra los chavales que le pisaban el huerto. Recuerdo que muchas veces corrí huyendo de él, mirando tras mi hombro para asegurarme de que aún le sacaba una ventaja prudencial, y entonces lo veía saltando felinamente entre los caballones, con el gesto feroz y gritando: "¡Espérate! ¡Déjame que te coja, que te voy a enseñar a pisarme las patatas!"

En cuanto he terminado de hablar con Juan Mondéjar he mirado la prensa. En todos los diarios se menciona el caso. Algunos han tirado de hemeroteca y han desempolvado los olvidados detalles de aquellos asesinatos. Es la primera vez que veo el nombre del Tío de las Patatas: Francisco Gámez Fernández.

Todos odiábamos al Tío de las Patatas, pero él nos odiaba aún más a nosotros.

Ahora, muriéndose, le ha dado por confesar los asesinatos. No entiendo a qué viene esa falsa confesión. Imagino que son ganas de dejar su nombre para la posteridad, aunque sea como el de un asesino de niños.

Desde aquel día en que Mondéjar llegó corriendo hasta mí para contarme que habían encontrado a Morales muerto y yo le confesé ser el asesino ha pasado mucho tiempo, pero Mondi ha sabido guardar el secreto. En parte lo habrá hecho por interés, claro, porque estuvo encantado de ayudarme con el resto del grupo: "¿De verdad has sido tú, Leo?" "Sí, de verdad." "Joder, tío, ¿y qué se siente?" "¿Te gustaría probar, Mondi?" "¡Anda, pues claro!"

jueves, 20 de diciembre de 2007

Por tres veces renegaste de mí


Como Pedro traicionando a Jesucristo, tres veces has renegado de mí.

A nadie has contado que quisiste casarte conmigo. Querías hacerlo, pero sin dar publicidad a tus intenciones, porque siempre esperabas una oferta mejor. Es lo que pasa cuando se es incapaz de sentir amor y se basa la felicidad en... ¿en qué, Teruky, en qué basa la felicidad alguien como tú? ¿Un marido con mejor sueldo? ¿Un marido con ambiciones económicas? Sí, Ter, es eso, tú y yo lo sabemos a estas alturas. En realidad tú siempre lo has sabido, y yo tardé en comprenderlo. Cuántas veces presumiste de haberte llevado a la cama a esos millonarios y famosillos, ¿damos nombres? No, no seré yo quien dé nombres, Ter, pero ten en cuenta que ellos se te follaban y ninguno se quedó contigo, y fíjate que te uniste a mí con verdadero amor, dentro de lo que tú puedes entender por amor. Hasta que decidiste que sabía demasiado sobre ti: tráfico de drogas, prostitución, estafas... Llegó el momento en que consideraste adecuado alejarte de mí, y destruirme. Lo lograste, maldita, lo lograste. Para una mujer como tú es fácil encontrar apoyos, pero no olvides, querida Teruky, que yo fui tu mejor ayuda. Con mi respetuoso silencio me convertí en tu mejor aliado, y en mi más encarnizado enemigo.

En el 2003 me presenté en tu casa con un ramo de rosas, era tu cumpleaños y por entonces me querías, aunque fuera de esa manera que tú puedes querer a alguien. En el 2004, cuando ya todo empezaba a irse a la mierda te sorprendieron, según supe, los de la floristería en aquel restaurante que tanto te gustaba. Tú misma me contaste que te echaste a llorar por la emoción. Era el mismo número de rosas rojas que años cumplías, y además en público. Debiste de sentirte una reina. Se suponía que estarías en tu casa, pero no te encontraron allí y llamaron al número que yo les había dado. Citaste al repartidor de la floristería en el restaurante donde estabas. Eso no estaba previsto, pero siendo tú es comprensible que te gustara el numerito.

Por entonces aún había esperanzas. Después vino todo lo demás. Me jodiste la vida a conciencia, y sé por qué lo hiciste, pero no quiero pensar en ello.
Luego vinieron los tres años en los que has renegado de mí:
En 2005 volví a enviarte flores por tu cumpleaños, aunque todo estaba perdido. Si las recibiste no lo sé, nunca obtuve confirmación. Será una de esas dudas que se mantienen y nos asaltan, quizás, en el momento de morir.

En 2006 te felicité tu cumpleaños por SMS. Tampoco obtuve respuesta. Puede que hayas cambiado de número.

En 2007, leal que es uno, he vuelto a hacerlo, pero esta vez con un día de retraso. ¿Puedes creer, amada Teruky, que me despisté y olvidé que era tu cumpleaños?
¿Sabes una cosa, Esther? He hablado mucho de ti en este diario de un cabeza de chorlito. Cada texto publicado habla de ti de un modo más o menos directo pero nunca, hasta hoy, me atreví a escribir tu nombre. No podía hacerlo, dolía tanto...
Hoy puedo empezar a hablar, Esther. Poquito a poco. ¿Te alegras por mí, mi niña?

martes, 18 de diciembre de 2007

Cien pesetas para Caronte


Voy a hablarles de una compañera a la que llamaré Sofía, o más bien de su padre, y también voy a pedirles, sin que sirva de precedente, que aparquen su escepticismo y se dejen llevar por la poesía que hay en la experiencia que Sofi me ha contado. Esta no es mi historia, ni siquiera es la historia de Sofía. Es, en verdad, el final de otra historia: la de su padre.

Sofía tiene ahora veinticuatro años. A los diecisiete se quedó huérfana porque en una carretera de Jerez sus padres murieron en uno de tantos accidentes de tráfico. Lo que hizo Sofía desde entonces hasta hoy no es asunto que nos interese. Digamos que supo sobrevivir. A mí Sofi no me cae demasiado bien. Les podría explicar por qué, pero tampoco eso es asunto que tenga que ver con la historia.

Sofía estuvo engañada todos estos años. Alguien le dio una versión falsa sobre el accidente que mató a sus padres. Ayer me hablaba de todo esto. No entramos en detalles sobre la versión que sus tías le contaron, pero deduzco que era una versión descafeinada, con muertes instantáneas y sin sufrimiento. Lo de siempre, ya saben. La muerte vestida de rosa. ¡Ja!

El caso es que Sofía acaba de leer el atestado policial y los informes médicos. Se ha enterado de que el accidente no fue exactamente como le dijeron. Ahora sabe que su madre no murió en el acto, aunque tampoco resistió tanto como su marido. Sofía ha descubierto que su padre tuvo una larga agonía, contrariamente a lo que le habían contado. Su padre permanecía vivo cuando ya estaban allí los de la Unidad de Cuidados Intensivos, la Guardia Civil y los bomberos con el equipo de descarcelación. Fueron muchos los testigos que lo vieron consciente en sus últimos minutos.

Dice el atestado de la Guardia Civil que el padre de Sofía tenía un puño cerrado cuando lo rescataron, ya cadáver, del amasijo de metal, y que ese puño ocultaba una moneda de cien pesetas. Dicen las tías de Sofía que su padre creía firmemente en el mito del barquero Caronte, ese tipo malencarado que te lleva al otro lado del río si tienes una moneda para pagar el viaje.

Sofía me contaba esto con genio, con mala leche. Supe que estaba a punto de echarse a llorar, esas cosas se notan. Y además sé que lo necesitaba. Me hubiera gustado abrazarla y darle mi hombro pero, no sé, no me atreví. Qué lástima no haberlo hecho.

Ahora no dejo de pensar en ese puño cerrado con una moneda dentro. Pienso en lo que significa. Pienso en lo que debió de sentir el moribundo mirando a su lado y viendo a su mujer agonizando y después muerta. Me imagino el esfuerzo sobrehumano que hizo para encontrar y sostener esa moneda en sus minutos finales. Se sintió morir y dedicó sus últimos momentos a cumplir con el ritual. Cualquier cosa antes que enfrentarse a Caronte sin una moneda para pagar el pasaje. Es más, aquel día la tarifa era de cincuenta pesetas, estoy seguro de ello. También estoy seguro de que el padre de Sofía tenía cambio, pero usó la moneda de cien porque quiso pagar los dos billetes: el suyo y el de su esposa. Eso es lo que se espera de un caballero, ¿no?

Este cabeza de chorlito que les habla, a pesar de su escepticismo, no puede evitar emocionarse al contarles esto. Reconozco que envidio algo a quienes, como el padre de Sofía, se fueron con alguna esperanza. Yo no hubiera tenido nada a lo que aferrarme en ese momento, y en un trance así, por escéptico que seas, estoy seguro de que viene bien creer en algo, y dadas las circunstancias poco importa que ese algo sea real o no lo sea. Les confesaré un secreto: el día que la Desnarigada me alcance, si me percato de Su Presencia, quiero creer en algo. En lo que sea. Quiero llevar mi moneda para Caronte. Puede que ése sea el único momento en que es bueno ser irracional.


domingo, 16 de diciembre de 2007

Paco es un cerdo


Alberto, Leónidas, Paco y yo nos preparamos a conciencia para la ocasión. Iba a ser una noche muy especial, sin duda. Estábamos ansiosos por cumplir nuestro sueño: tirarnos a Ángela Gutiérrez. Pero antes de hablarles de Ángela déjenme que les cuente algo sobre mis amigos y sobre mí mismo.

Alberto, de diecinueve años, era el más joven del grupo. Su padre era el director de una sucursal bancaria en nuestro pueblo, y su madre era una abogada de cierto prestigio en toda la provincia. El hermano mayor de Alberto era un pijo en toda regla, y se supone que Albertito debería haber seguido su camino. Al menos eso esperaban los snobs de sus papis, pero Alberto les salió rana, por eso se juntaba con nosotros. Era un chico listo y maduro, así que lo acogimos encantados. Además, siempre llevaba mucha pasta encima y básicamente él se hacía cargo de nuestros gastos comunes. Por ejemplo, la noche que nos follamos a Ángela fue él quien pagó las herramientas y el material que necesitábamos.

Leónidas era un militar de tropa. Era el único foráneo del grupo, y lo habíamos conocido unos meses antes en un bar de copas. Estaba recién destinado a un cuartel que hay en nuestro pueblo, y con sus veintitrés años era el más viejo del equipo y el que menos había conocido a Ángela. Se unió a nosotros porque no conocía a nadie, y nosotros lo admitimos porque... la verdad es que no sé por qué lo incluimos en el grupo. Simplemente nos parecía un tipo legal. Leo fue el encargado de aportar ropa de camuflaje y mochilas la noche que nos cepillamos a Ángela.

Paco, de veintidós años, era peón de albañil, y como supe la noche aquella, también era un cerdo del carajo. Paco nos caía bien a todos por su bonhomía a prueba de bombas y por su lealtad al grupo. Se hubiera dejado freír en aceite antes que hablar mal de cualquiera de los demás. Él se encargó de los trabajos de albañilería la noche que nos trajinamos a Ángela.

En cuanto a mí hay poco que decir. Por entonces tenía veinte años y acababa de comenzar la carrera de Psicología. Nunca la terminé, por cierto. Mi aportación a aquella noche de locura y sexo, perdónenme la inmodestia, fue la mejor: yo di la idea y esbocé el plan.

Se preguntarán quizás qué teníamos en común los cuatro. Pues bueno, los cuatro éramos feos de cojones. Supongo que eso también contribuyó a que nos uniéramos formando un buen equipo en el que cada miembro protegía a los otros. Éramos algo así como el espectáculo del pueblo. Un circo gratuito. "Ahí van los cuatro espantajos", decía la gente a nuestro paso. Nosotros preferíamos llamarnos Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Ya ven, una tontería, pero a nosotros nos gustaba.

Creo que ha llegado el momento de hablarles de Ángela y no sé por dónde empezar. ¿Cómo explicarles lo que sentíamos por Ángela si ni siquiera puedo estar seguro de lo que sentía cada uno de los otros Jinetes del Apocalipsis? Intentaré resumirlo:

Mi pueblo tenía treinta mil habitantes, aproximadamente la mitad de los cuales eran mujeres. Pues bien, sin duda alguna, Ángela era la mujer más guapa de entre quince mil. Para colmo era una chica inteligente, con sentido del humor y bondadosa. Su único defecto, si tenía alguno, era la promiscuidad y su perversa costumbre de mofarse de los hombres feos, y nosotros lo éramos con avaricia. Sí, ya sé que esto no la deja en buen lugar, pero lo cierto es que, a pesar de ello, Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis la amábamos. Adorábamos a esa zorra como el perro sumiso que lame la mano del dueño que lo azota.

Dios, en el momento de escribir esto estoy recordando tantas cosas... ¿Cómo pudimos dejarnos humillar mil y una veces sin sacarle las tripas a nadie? A Ángela, por supuesto, se lo perdonábamos todo, pero no entiendo cómo llegamos a perder la dignidad hasta el punto de permitir que algunos de los que se la follaban nos escupieran y nos insultaran. Qué paciencia tuvimos, dios mío, qué paciencia. Éramos feos, de acuerdo, pero cada uno de nosotros tenía otras virtudes que igualaban o superaban a las de los cabrones que se tiraban a Ángela. ¿Qué tenían ellos? Algunos eran guapos, otros tenían mucho dinero, y así iba Ángela por la vida, abriéndose de piernas por placer o por interés. Ángela, la pobre Ángela... era tan bella, tan perfecta... Y después pasó lo que pasó.

Ángela escondía en sus genes un amargo secreto que se hizo patente cuando ya tenía veintiún años. A los veintidós recién cumplidos el cáncer se la llevó para añadirla a su interminable colección de trofeos. Creo que no van a poder entenderlo, pero Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis nos sentimos aliviados el día que Ángela Gutiérrez murió. La amábamos cada uno a nuestra manera, pero cuando dejó de existir fue como si nos quitaran una pesada losa del pecho y por fin volvíamos a respirar.

Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. Se la conté al grupo y todos estuvieron encantados, aunque Paco mostró ciertos reparos religiosos. Que si sería pecado, decía el muy cabrón. Qué cosas tenía el cerdo de Paco. Nuestras carcajadas casi hacen resucitar a Ángela.

La enterraron por la tarde. Su última morada, como suele decirse, era un nicho bastante humilde que pasaba desapercibido entre decenas más. Los hijos de puta que se follaban a esta linda perra no aportaron una peseta para darle una tumba en condiciones, y tampoco sus padres estaban pasando una buena racha económica porque en los últimos meses de la enfermedad habían gastado el poco dinero que tenían en curanderos. Ahí dejaron a Angelita, rico alimento para gusanos, pudriéndose a sus veintidós años tras haber fornicado con, al menos, 732 hombres diferentes, según el censo que habíamos elaborado pacientemente. Ninguno asistió al entierro, por cierto.

El nicho estaba a media altura. Alberto y yo sí asistimos a la inhumación de Ángela porque queríamos estar seguros de cuál era su sitio, comprendan que hubiera sido muy embarazoso equivocarnos de cadáver. Mientras tanto Leónidas obtenía por procedimientos nunca explicados cuatro uniformes de nuestras tallas, cuatro pares de botas de nuestro número, cuatro pasamontañas, otras tantas linternas y cuatro mochilas. Por su parte, Paco, que era el entendido en eso, compraba con el dinero de Alberto ladrillos, cemento y herramientas.

Después nos reunimos en casa de Leónidas, pues era el único de los Cuatro Jinetes que vivía solo. Allí concentramos todo el material. Cenamos, vimos una película malísima de zombis, comimos palomitas, y a medianoche salimos en dirección al cementerio, con nuestras mochilas cargadas de material de obra, herramientas y uniformes mimetizados. Cuando estuvimos alejados del pueblo metimos nuestra ropa en las mochilas y nos pusimos los uniformes y los pasamontañas. Desde ese momento abandonamos los caminos y en silencio seguimos avanzando campo a través hasta llegar a nuestro objetivo.

Saltar la tapia fue fácil para todos. También lo fue echar abajo el delgado tabique que cerraba el nicho de Ángela. Lo que no resultó tan fácil fue sacar el ataúd, nos lo esparábamos más liviano.

--A ver si es que esta guarra ha engordado durante las semanas que pasó en el hospital--, dijo alguno.

--Que no, coño, que el cáncer te deja muy flaco. Será la caja lo que pesa tanto--, recuerdo que respondí.

Cuando al fin tuvimos el féretro y su contenido a nuestro pies no pudimos abrirlo. Alberto se ponía nervioso:

--Ey, parece que han clavado la tapa. Bah, venga, lo volvemos a meter y nos vamos, joder.

--De eso nada. Ya que hemos llegado hasta aquí nos follamos a la zorripuerca--. Leónidas era dado a usar esa clase de palabras compuestas, zorripuerca, putigolfa, guarriputa y cosas así.

--Venga, Paco, coge el pico y rompe la puta caja--, ordené.

Paco agarró el pico, y antes de descargarlo sobre la tapa del ataúd, para sorpresa de todos, el tío se santiguó. Olé sus cojones. La tapa se despedazó sin demasiada resistencia, y antes de que nos agacháramos para retirar con las manos la madera astillada nos asaltó la fetidez.

--¡La leche! ¡Cómo apesta!--, exclamó Paco.

--Con lo bien que olía en vida, la muy cabrona--, dije yo.

--Pues a mí me gusta, es un olor así como dulzón. Si me estoy poniendo cachondo y todo, hostias--, nos confesó Alberto.

--Ah, se me había olvidado un detalle. Esperad, que tengo algo para todos--, decía Leónidas mientras buscaba en su mochila. Sacó un frasquito que a la luz de su linterna nos mostró y pudimos leer en la etiqueta "Vicks VapoRub".

Leónidas había visto en las películas que los investigadores policiales y los médicos forenses se ponían un poco de esa crema en el bigote, así enmascaraban la hediondez de los cadáveres putrefactos. Le hicimos caso y la cosa funcionó. Sin prestar mucha atención sacamos a Ángela del ataúd. Recuerdo que Alberto, en un surrealista acceso poético, dijo en ese momento: "Una bonita mariposa sale de su capullo". "Tú sí que eres un capullo", le respondió Leónidas. A Paco le dio la risa floja y dejó de sostener a Ángela por los hombros. La cabeza de la muerta chocó contra el suelo. CLOC.

--¡Tío, que la vas a matar!--, dije yo. Y entonces nos dio la risa a todos y dejamos caer a Ángela sobre la calle empedrada.

Nos reímos un buen rato y pensamos en follarnos a Ángela allí mismo, pero alguno se empeñó en que era mejor tirarla sobre el césped. Tenía razón, así que la llevamos a la zona ajardinada. Ángela no iba vestida. Estaba como embutida en un saco de tela de color gris que la cubría hasta los hombros. La sacamos de ese saco, advirtiendo a Alberto que se dejara de metáforas mariposiles. La verdad es que no hizo falta la advertencia, porque a esas alturas todos íbamos demasiado cachondos como para hacer poesía o chistes. Simplemente necesitábamos descargar los huevos.

Yo tenía razón, Ángela estaba muy flaca, pero seguía conservando unas proporciones perfectas. Me llamó la atención que su pubis estaba depilado formando un pequeño triángulo de vello muy corto, y me pregunté si eso sería cosa de la funeraria o de la familia. No me imaginaba a Ángela depilándose esa parte en sus horas de agonía, aunque como era tan coqueta igual fue capaz. No sé, es un detalle que nunca comenté con los demás.

--No le saquéis los tapones de algodón que tiene puestos. Están ahí para que no suelte líquidos apestosos por sus orificios. Le quitaremos sólo el tapón del coño--, aconsejó Leónidas.

--Pues yo me la quiero beneficiar por el culo, y me da igual lo que pueda salir por ahí. Seré el último, así no os molestará lo que salga--. Eso lo dije yo. Necesitaba meterle mi polla a Ángela por ese agujerito estrecho. Era algo así como derribar la última frontera, aunque estaba seguro de que muchos otros antes que yo lo habrían hecho cuando estaba viva. Aún así me excitaba enormemente la idea de ser el primero, y el único, que sodomizaría a Ángela más allá de la vida.

--Eh, chicos, a mí esto me da un poco de vergüenza-- decía Paco --y si no os importa yo seré el último. Me da igual que tenga el culo destaponado y que se haya cagado cuando me toque, de verdad que no me importa, pero dejadme ser el último, por favor.

Todos estuvimos de acuerdo en dejar que Paco fuera el último en follarse a Ángela. No queríamos discutir, sólo jodernos a esa perra por la que tantas pajas nos habíamos hecho. Leónidas fue el primero. Después fue Alberto. Luego yo, que lo hice por el coño y por el culo. Después repitió Leónidas. Alberto pasó de repetir y volví a hacerlo yo. Y así estuvimos mucho tiempo, hasta que se la cedimos a Paco. Alberto, Leo y yo estábamos satisfechos y alguno de nosotros volvió a gastar bromas:

--¿Hace falta que te sujetemos a Ángela, Paco, o podrás tú solo?

--Dejadme solo, cabrones, que no creo que esta niña oponga mucha resistencia. Os quiero lejos, que soy muy tímido para esto del sexo--. Y nos fuimos a fumar, alejados de Paco y de su "novia", durante mucho rato.

Estaba a punto de amanecer y decidí que había llegado el momento de interrumpir las tareas amatorias de Paco. Dejé a Leo y a Alberto y me acerqué a la parejita de tórtolos para recordarle a Paco que teníamos que devolver a Ángela a su nicho y levantar de nuevo el tabique que lo cerraría.

Fue entonces cuando comprobé que Paco es un cerdo. ¡Qué asco, joder, qué asco!

Nunca hablé, hasta ahora, de lo que hizo Paco. Alberto y Leónidas no supieron nada. Mejor para ellos.

Alberto murió dos años después en un accidente de tráfico.

Leónidas fue destinado a otro lugar y perdimos el contacto, aunque lo he buscado por Internet y sé que escribe un blog absurdo al que llama Diario de un Cabeza de Chorlito.

Paco... ¡Paco es un cerdo!

En cuanto a mí, pues bueno, llevo una vida más o menos normal, e intento olvidar que una vez vi a Paco besando en la boca a Ángela Gutiérrez.

viernes, 14 de diciembre de 2007

¿Fantasmas? (Segunda parte. La explicación)


Al día siguiente, con luz diurna y en horario de visitas, volví al cementerio municipal de Torrevieja. En esta ocasión el ambiente, lejos de parecer siniestro, resultaba incluso acogedor. Da gusto pasear por un cementerio y disfrutar de esa quietud... mmm, mortal. Eso es, quietud mortal.

Llegué hasta la puerta del panteón donde vi la misteriosa luz. Estaba cerrada, claro, pero podía ver a través del cristal. No recuerdo qué es lo que vi allí dentro, y si no lo recuerdo es porque no sería nada especial. Supongo que nichos y quizá flores secas. Ni velas ni rastros de cera en el suelo. La fantasmagórica presencia se había tomado el día libre, por lo visto.

Dudando de mi cordura desanduve el camino que de nuevo me llevaba a la puerta del cementerio. ¿Podía ser que lo que vi la noche anterior fuera producto de mi imaginación? ¿Acaso me sugestioné hasta el punto de ver algo que no ocurrió? ¿Quizá el aire de Torrevieja poseía propiedades alucinógenas? ¿Por qué hay gente que odia a Mr. Bean y a mí me cae tan simpático?

Me coloqué justo en el lugar desde donde había visto el inquietante fenómeno de apenas unas horas antes. Miré hacia el panteón y entonces, por fin, comprendí. Maldita sea mi estampa, qué ridículo me sentí en ese momento.

Como dije en la entrada anterior, una carretera de segundo orden y casi sin tráfico pasaba muy cerca del cementerio, pero no dije que había otra, mucho más lejana y transitada, que discurría a una distancia aproximada de un kilómetro. Al situarme mirando hacia la puerta de cristal del panteón daba la espalda a esa carretera, de modo que los coches, miniaturizados, se reflejaban en la cristalera. Durante la noche eran invisibles, salvo por los faros, cuya luz se veía deslizándose reflejada de un lado a otro del cristal, como si fuera la pequeña llama temblorosa de una vela, temblor debido a las leves imperfecciones del vidrio. Como además, esos vehículos estaban muy lejos, no se alcanzaba a oír el ruido de sus motores, lo que contribuía a disociar las enigmáticas luces con el tráfico.

Y eso era todo: el tráfico lejano reflejado en un cristal. La falta de luz y la imaginación desbocada de un adolescente hicieron lo demás. Ahora pregúntense cuántas apariciones marianas, avistamientos de ovnis, visiones de fantasmas y otras paranormalidades tendrán tan sencilla explicación como la que cuenta esta entrada.

"Los enigmas no deben ser desvelados", decía aquel mentirosillo misteriosillo. ¡Y una polla como una olla!, digo yo. Con cada misterio resuelto, con cada enigma desvelado, con cada duda resuelta, con cada error corregido, cae una frontera...

...Y con cada frontera derribada nuestro mundo crece, se hace más rico y más culto. Se hace, simplemente, mejor.

martes, 11 de diciembre de 2007

¿Fantasmas? (Primera parte. La aparición)


En mi adolescencia, supongo que como todo el mundo, hice cosas rarísimas. Hoy no me explico de dónde sacaba ánimos para tanta extravagancia. Por ejemplo, hubo un verano en que me dio por escribir cuentos de terror, y no se me ocurrió mejor manera de inspirarme que ir a escribirlos a la puerta de un cementerio... y de madrugada. Sí, ya les he dicho que hacía cosas rarísimas.

No se crean que era tarea sencilla. Primero tenía que esperar a que mis padres se durmieran, y a continuación ingeniármelas para salir de casa sin hacer ruido, caminar dos kilómetros por caminos oscuros y solitarios, realizar mi "trabajo" y volver a casa, escondiéndome de vecinos insomnes que, por estar de vacaciones, se pasaban las noches de fiesta. Entre la fuga del hogar paterno y el rato de cementerio dándole a la imaginación se conseguía un estado de nervios que era ideal para la autosugestión, o para la pura paranoia. Menos mal que en aquellas escapadas no fumaba porros, porque entonces... bueno, es que si hubiera fumado porros no habría llegado nunca al cementerio.

Era en Torrevieja, Alicante, y el cementerio se encuentra, como dije, a un par de kilómetros del piso que mis padres usan para veranear. En aquel tiempo, finales de los ochenta o principios de los noventa, esa zona de Torrevieja apenas estaba urbanizada. Las viviendas más cercanas al cementerio estarían, calculo, a unos quinientos metros, en cambio pasaba una carretera secundaria muy cerca de la puerta, pero casi nadie transitaba por allí a esas horas. Los pocos que me vieron allí, sentado en plena madrugada sobre un banco de piedra junto a la puerta enrejada del camposanto, iluminado por la única farola de la fachada, debieron de pensar que veían un alma en pena, un resucitado, un... yo qué sé.

Llegaba allí, me sentaba en el banco de piedra, abría mi cuaderno, y bajo la luz de aquella solitaria farola me ponía a escribir relatos tétricos que nunca terminaba. Era emocionante, créanme que lo era. Fue intensa sobre todo la primera noche de actividad lunáticoliteraria, cuando me encontré al fantasma.

Tras escribir unas líneas decidí interrumpir el relato y mirar a través de la reja que a esas horas cerraba la entrada al cementerio. Podía ver unas cuantas lápidas y muchos cipreses. Frente a mí, al otro lado de la verja, se extendía una calle estrecha que iba a parar a un mausoleo con una puerta acristalada. Entonces lo vi. Lo vi sin ninguna duda.

Dentro de aquel panteón había alguien, o algo, paseándose con una vela. La oscuridad dentro de ese monumento funerario era total, salvo por la trémula llama de la vela. No podía distinguir figura alguna, pero veía perfectamente la pequeña luz desplazarse de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Quedé estupefacto contemplando aquello. El cementerio estaba cerrado, y allí no vivía un sepulturero ni ningún otro empleado, lo sé porque anteriormente había estado allí en horario de visita para inspeccionar la zona y para mirar lápidas, (¿a quién no le gusta pasearse por las calles de un cementerio y disfrutar con esas brevísimas y bellas historias que son los epitafios?)

¿Quién, o qué, había allí dentro? Lo primero que pensé, por supuesto, es que se trataba de algún ingenio mecánico que hacía moverse una vela con fines ornamentales, pero no, no era eso. Me quedé un buen rato, a pesar de mi inquietud --¿inquietud?, bah, reconoceré que era miedo--, para cronometrar el tiempo que la luz tardaba en cruzar la puerta acristalada y con qué frecuencia lo hacía, por si podía desprenderse de esa observación alguna pauta. Me fue imposible. Unas veces cruzaba la puerta en uno o dos segundos, otras veces mucho más deprisa. Podía aparecer cuatro, cinco, diez veces en un minuto, o desaparecer durante minutos enteros. ¿Qué estaba ocurriendo dentro de ese mausoleo?

Hay sinvergüenzas que viven del misterio, y tienen la desfachatez de decir que "los enigmas no deben ser desvelados". Podría haber seguido esa malintencionada orden y terminar aquí la entrada sin tener nada más que contarles de este asunto. Voy a terminar, en efecto, esta entrada, pero tengo más que contar en la siguiente, porque yo quise desvelar el enigma, ¿y saben una cosa?, fue muy fácil.

martes, 4 de diciembre de 2007

Cositas cuarteleras. (Contadas por mi gato Gusifluky)




Hoy, festividad de Santa Bárbara, patrona de los artilleros españoles, mi papá me ha llevado al cuartel donde trabaja para que yo pudiera ver un desfile militar por primera vez en mi vida.

Francamente, ha sido una mierda. Muchas trompetas, tutitún titán tintín, y muchos señores serios cargados de medallas. Tantas medallas llevaban algunos que iban encorvados por la edad y por el peso de toda esa chatarra. A mí me daban ganas de decirle a algunos que a esa edad no se debe cargar peso, pero por otra parte, ¿cómo convences a unos ancianos que aún juegan a soldaditos? También había muchos tambores, pon pon pon porompón, y un tío llevaba dos tapacubos que no dejaba de entrechocar, tachín tachín tachán, chunda chunda, tachín tachín tachán. También había un nota, que yo no sé cómo pagan a ese vago, que lo único que ha hecho es golpear un trasto, clin clin, piticlín, y ya está. Pero sobre todo había muchos airgamboys con escopetas, y algunas airgamboyas pequeñitas, también con escopetas más grandes que ellas. A veces unos airgamboys daban gritos como si estuvieran muy enfadados por algo, y cuando eso sucedía el resto de los airgamboys y las airgamboyas se movían todos a la vez. Y luego dice el hipócrita de mi papá que no sea borrego y no me comporte como si formara parte de un rebaño.

Cuando terminó todo el espectáculo del piticlín piticlán, chunda chunda, pon pon catapón, mi papá me ha dicho que teníamos que asistir a un vino. Allí se ha brindado por el primer soldado de España, y por un momento he pensado que se trataba de mi padre, porque se ha puesto muy rojo y con cara de circunstancias, pero era porque estaba aguantando un eructo, eructo que ha soltado tras acabar el brindis y que ha sonado así: ¡Broooorrrrrrrp!

Al final ha resultado que ese famoso primer soldado de España es el Rey. A mí, la verdad, ese asunto del brindis me trae sin cuidado porque no me gusta el vino. Todo el mundo se ha puesto a comer como cerdos y yo me preguntaba de dónde sale el dinero para pagar esas comilonas. También me preguntaba por qué no estaban invitados los airgamboys y las airgamboyas con sus escopetas. Otra pregunta que me hacía es por qué aparecían allí señoras con la cara pintada cogidas del brazo de los vejestorios encorvados por la edad y las medallas. ¿De qué iba todo ese circo? ¿Dónde estaban los airgamboys? Me sentía muy incómodo en ese ambiente que no entendía, y para colmo tampoco estaban los señores de las trompetas, tatitún titín titotí, ni los de los tambores, pumba pon pompón, ni el de los tapacubos, chunda chunda chinchín. Por no estar no estaba ni el vago del chisme que hizo en todo el día: plin plin piticlín.

Menos mal que mi papá se bebió su copa de vino y me sacó pronto de allí. De vuelta a casa le hice muchas preguntas. Padre, esos señores llenos de medallas, ¿ganaron muchas batallas? Ninguna, me ha respondido mi papá. ¿Han estado en muchas guerras?, volví a preguntar. En ninguna, dijo mi padre. Entonces, ¿por qué esas medallas? Aquí es cuando a mi papá le ha dado una risa muy rara, una risa que me dio miedo, y he comprendido que era mejor no preguntar por la ausencia de los airgamboys, ni por la presencia de señoras pintarrajeadas, ni por mis amiguitos los músicos, chunda ponporompón, plin, plin, titutatá, tatá, tatí.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Marta


Marta no podía llamarse Marta, pero desconozco el nombre oficial que consta en su D.N.I. Marta no tenía un cuerpo bonito, pero sí tenía unos ojos verdes pícaros y una boca de miedo. Su sonrisa era tan encantadora que uno intentaba hacer reír constantemente a Marta para no perder la erección. Marta era peluquera. Marta era transexual.

Me caía muy bien Martita. Sólo estuve con ella unas horas durante una noche. Marta atraía demasiadas miradas de personas curiosas y poco discretas que notaban algo raro en ella, y a mí no me gusta nada ser observado, quizá porque tengo algo que esconder.

Con Marta aprendí mucho en un rato. Me contó cosas que nadie más me ha contado. Marta era más femenina que muchas de las otras mujeres que he conocido. Marta se atrevía a hablarme de su sexualidad sin tapujos. Me enseñó mucho, ya les digo. Y yo aprendí. Aprendí sin prejuicios y con verdaderas ganas de descubrir.

Después, ¿saben?, me porté mal con Marta, pero ésa es una historia de cobardía que hoy no contaré. Digamos solamente que no fui lo bastante hombre como para poner a prueba mi masculinidad. Yo me entiendo.

Marta, digan lo que digan los tontos inexperimentados de siempre, era una mujer. Era una mujer y muy mujer. Muchas harían bien en aprender de ella, para saber cómo se conquista a un hombre y cómo se le pone cachondo.

Besar a Marta no fue ni mejor ni peor que besar a otras, sólo fue un beso más. Hoy cuento esto porque estoy harto de discutir con machitos que sólo se han tirado a una o dos mujeres en su vida y pretenden darme lecciones. Callaos y aprended, gilipollas. Cuando uno está tan seguro como yo de su hombría puede permitirse ciertas licencias, le joda a quien le joda.