(Última parte de El jardín de Víctor, correspondiente a dos entradas publicadas en Spaces el día 8 de Septiembre de 2006)
CAPÍTULO QUINTO. La Chari.
Una noche, meses antes de que el viejo Tomás abonara mi jardín, conocí a quien sería el amor de mi vida, representado por una prostituta. Ay, puerca vida. Quién me iba a decir entonces que mi luz sería también mis tinieblas, que mi sueño una pesadilla, que mi más ferviente anhelo mi más terrible castigo. Y si alguien me lo hubiera dicho no lo hubiese creído. Ay, insufrible existencia. Que la mujer que amo sea la mujer de todos. Ay, martirio atroz. Que mi amada, mi diosa, sea también el más vil de los demonios. Irónica y asquerosa vida.
Aquella aciaga noche, la más negra noche de todas las noches negras, caminaba por las afueras de mi pueblo. No sé bien por qué estaba yo allí a esa hora, quizá esperaba mi cita con el destino, ese señor que pretende pasar por espontáneo y ocurrente, pero que es en verdad un grandísimo hijo de puta. Yo calzaba botas camperas, y vestía vaqueros y camisa de algodón a cuadros. Fue por eso que una voz salida de la nada -la más dulce voz que se haya escuchado jamás- me preguntó:
- ¿Adónde vas tan solo, vaquero?
Yo no supe qué responder, pues me hallaba pensando algo sobre Ulises y el embrujo de las sirenas. Ella continuó hablándome con aquella voz que me subyugaba. Hablaba y sonreía, ¡me sonreía a mí! Lástima que las cosas que decía fueran tan mundanas, pues aunque no lo recuerdo con claridad creo que estaba estableciendo un precio.
Parecía imposible que tanta ternura cupiese dentro de una sola mujer, y tanto placer dentro de mí. Todo son recuerdos muy confusos de aquellos momentos, pero en los fragmentos que aún se obstinan en torturarme hay frases de mutuo amor eterno, promesas y juramentos que son híbridos del amor sincero y de la pasión mercenaria.
Pero ay, iluso de mí, pobre alma crédula e ingenua... Creí ciegamente cuanto oí decir a aquella beldad de piel morena y ojos negros, los más negros ojos de todos los ojos negros.
La visité todo lo que pude, hasta que se me acabó el dinero, y con él las palabras de amor de ella. Ya no quería tenerme cerca, ni soportaba que la tocara, y me hablaba con desprecio e insultos. Yo, ciego de amor, loco por ella, me negaba a aceptar lo que era obvio, no alcanzaba a comprender qué estaba ocurriendo.
Hasta que un día llegué al lugar que yo, en mi estúpida ingenuidad, conocía como el lugar de reunión para nuestras citas y que era en realidad el sitio que ella frecuentaba para buscar clientes, y la encontré allí con otro hombre.
Allí estaba aquel maldito, tirado sobre la hierba y recibiendo las caricias que yo consideraba sólo mías. Necesité de esa visión para, de una vez por todas, entender lo que hasta ese momento no pude o no quise saber. Sin embargo bastaron segundos para desatar en mi interior toda la furia y toda la mala leche del mundo.
Y, bueno, ya saben lo que yo hago cuando alguien me enfurece. Además, para entonces yo ya había adquirido práctica con lo de Tomás y mis padres. CAPÍTULO SEXTO. Mato a la Chari y soy descubierto.
Nadie, ni siquiera esos periodistas que creyeron saberlo todo sobre mí se puede hacer una idea de lo que sufrí en aquellos terribles días. Y si bien puedo reconocer que mis crímenes no estuvieron justificados en este caso concreto afirmo que era inevitable, pues quien juega con el amor juega con el más fuerte de los sentimientos, y la línea que separa el más sublime amor del más enconado odio es delgada, muy delgada. Casi imperceptible.
A él le perdoné la vida, me bastó pensar que también cayó en su embrujo de mujer fatal, y el infeliz ya tendría suficiente pesar para el resto de sus días con ese odioso mal. Pero a ella... a ella no. A ella no había fuerza en el mundo capaz de conseguirle el perdón. Y así descubrí el asesinato entendido como arte, porque Chari, la Chari, no se merecía una muerte vulgar.
Me van a perdonar que no ahonde en detalles, comprendan y respeten el dolor que me supone revivir ciertas escenas.
Les aseguro que era tan bella tras pasar por mi cuchillo (uno que compré en Toledo y afilé expresamente para la ocasión) como en vida. Algunas víctimas expiran con horribles rictus de terror, o de sorpresa, pero ella no. La Chari era mucha Chari. Ella parecía haber estado preparándose toda su vida para ese momento, y cuando la hoja de acero rutiló ante su cara con brillo de muerte creo que... ¡creo que hasta sonrió! Esa sonrisa de quien ve aparecer tras la esquina al amante que se pensó que ya no vendría. He pensado mucho en esa sonrisa, e incluso a veces sospecho que se sintió agradecida. Agradecida de librarse al fin de su repugnante vida. Hasta recuerdo que por un momento deseé que Dios existiera y la acogiera con Él.
Cuando la enterré en el jardín estaba preciosa. Le había arrancado el corazón, que devoré aún caliente y palpitando, y en su lugar coloqué un puñado de billetes arrugados y mugrientos. Muy poético. Muy romántico. Muy de todo. Soy un puto artista.
Días más tarde todo se fue a la mierda y la autopsia reveló que practiqué con ella la necrofilia. Yo no lo recuerdo, pero lo cierto es que tampoco lo puedo negar. En cualquier caso, si eso ocurrió, estoy seguro de que no fue otra cosa que un póstumo acto de amor. Porque yo, digan lo que digan, YO LA AMABA.
De lo que sucedió inmediatamente después tengo recuerdos vagos e imprecisos. En mi memoria veo a un policía preguntándome en la puerta de mi casa si soy Víctor Caballero de la Cruz. Recuerdo también el ruido de las excavadoras en el jardín, destruyendo mi edén, arrasando mi creación de vida vegetal para descubrir lo que los periódicos insistieron en llamar machaconamente "macabro hallazgo".
CAPÍTULO SÉPTIMO. Final con invitación.
Después vinieron los largos años de reclusión en el manicomio. ¿Cuántos? ¿Diez, veinte, treinta...? No lo sé... tampoco me importa.
Sí que recuerdo en cambio al doctor Garrido, un tipo muy majo que fue quien firmó mi alta. Claro que cuando lo hizo...
...no podía imaginar que aquel paciente depresivo que se "suicidó" años atrás en realidad no se había suicidado, como tampo podía imaginarse que aquel celador no se cayó accidentalmente por la escalera rompiéndose el cuello, ni podía saber tampoco que esa enfermera gorda y antipática no se cortó las venas voluntariamente.
Y por supuesto tampoco hubiera firmado mi alta de haber sabido que esa misma tarde se mataría en su coche porque "alguien", como regalo de despedida, le había retocado algo en los frenos. Dicho sea de paso que se estrelló con otro vehículo en el que viajaban una familia compuesta por señor, señora, dos bebés gemelos, una adolescente y un perro. Todos muertos y espachurrados. A eso se le llama carambola.
Y estoy seguro de que ni de coña hubiese firmado mi alta si hubiera tenido modo humano de saber que meses más tarde yo violaría y descuartizaría a su viuda y a su hija de doce años.
Un tipo majo, el Doctor Garrido. Pero en fin, nadie es perfecto.
He de despedirme, tengo ropa que lavar, y para eliminar las manchas de sangre debo frotar durante un buen rato.
Ah, casi se me olvida decirles que si alguna vez pasan por Jamoncillo no dejen de visitar mi magnífico jardín. Lo he reconstruido y está más frondoso y bonito que nunca. Vengan a verlo, lo pasaremos de muerte.
Víctor Caballero de la Cruz. En algún lugar de Almería, 1996.
Actualización: Aunque no creo que sea necesario voy a aclarar algo acerca del origen de esta historia, para que no se me acuse de ser deshonesto con los tres o cuatro lectores.
Por supuesto que todo es una broma, de mal gusto si quieren, pero broma a fin de cuentas. No hablaba en serio al decir al principio que era una historia real, y confío en que cualquiera lo notara desde el primer momento. Imagino que esta aclaración es una perogrullada, pero me estaba martirizando la conciencia. Ya puedo dormir, ea.