Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

domingo, 28 de febrero de 2010

Los diversos suicidios del teniente Núñez. (IV)


Silvia se mordía las uñas entre trago y trago, aunque le daba más al bebercio que a la onicofagia, y pidió otro whisky. Yo me abstuve por el momento y continué el relato.

-Todos los entrantes, salvo el teniente, que ya debía de estar en el cuerpo de guardia relevando al oficial saliente, nos vimos en el punto de reunión habitual a las ocho y cuarto. Recuerdo que la cabo De Quevedo me preguntó si sabía quién nos tocaba de comandante de la guardia. A mí me daba igual uno que otro porque voy a las guardias para hacer mi trabajo, no para hacer amiguitos, pero se conoce que todo el mundo no es igual.

»-Pues no lo sé, de Quevedo, y la verdad es que me la pela.

»-¡Yo sí lo sé, yo sí lo sé! -canturreó Calahorro-. Te lo digo si me la chupas, que nunca me la ha chupado una preñada.

-¡Qué cerdo! Uy, perdón, que el pobre se acaba de suicidar. Venga, sigue.

-Es que Calahorro era así, pero nadie se lo tomaba muy en cuenta, ni siquiera De Quevedo. Martínez sacó de dudas a la cabo.

»-Mi cabo, con permiso del cabo Calahorro, le comunico que el oficial entrante es el teniente Núñez, según dicta la orden del acuartelamiento para hoy.

»-¿Y a ti quién te ha dado permiso para hablar, niñato?- dijo Calahorro.

-¡Coño con Calahorro! Perdóname pero es que me cae muy mal- volvió a interrumpirme Silvia Contreras acusando ya los efectos del whisky.

-Tú es que no lo conocías. Era su humor, y créeme que Martínez no se molestó por aquella salida de Calahorro; estaba acostumbrado. Se puso algo rojo, eso sí, pero más rojo se puso cuando la cabo le dio muy sonrientemente las gracias. Por ahí se rumoreaba que el tímido Martínez estaba loquito por ella, y quizá eso explique, al menos en parte, el poco tiempo que hubo entre la muerte de ella y la de él, pero vayamos por partes.

-Alburquerque, me estás matando. Termina ya de una vez, que estoy de los nervios con tanta muerte y tanto misterio.

-A ver, Contreras, la culpa es tuya que no paras de interrumpir. Anda bebe, calla, y escucha.

»Hubo lamentos por parte de algunos cuando supieron que esa guardia iba a estar comandada por el teniente Núñez. Me acuerdo especialmente del comentario que hizo Guerrero: "Cojonudo, Nochevieja de guardia y con el Núñez. ¿Algo puede salir peor?". Pues sí, las cosas podían salir peor, y de hecho así salieron.

»En fin, a las ocho y veinticinco estábamos frente al cuerpo de guardia. Volví a asegurarme de que todo el mundo llevaba las prendas reglamentarias, las botas limpias, la barba afeitada y el arma descargada, y me dispuse a...

-Ey, Alburquerquillo, que yo ya he hecho muchas guardias y todos esos pornemo... porneromes... ¡pormenores!, te los puedes saltar- interrumpió de nuevo Silvia ya claramente perjudicada por el alcohol. Se ve que no estaba habituada la criatura.

-Tú déjame ir a mi ritmo, que si no pierdo el hilo. Además, ya estamos a punto de llegar al meollo.

»Los dos cabos, los seis fusileros y el conductor estaban formados en fila frente al cuerpo de guardia, en posición de descanso tras la revista de armas. En ese momento salió del despacho del comandante de la guardia el teniente Núñez en persona. El auténtico, el genuino, el único. Y estaba a punto de llevarse el peor disgusto de su vida, pero aún no lo sabía. Mandé firmes, me encaré al teniente, saludé.

»-¡A sus órdenes, mi teniente! ¡Se presenta la guardia entrante sin novedad!

»Y entonces sucedió aquello, querida Silvia. Fue la visión más absurda y vergonzante, más ridícula y surrealista que hayan visto estos castos ojos que se ha de comer la tierra. No hay ni un solo día desde entonces que no me acuerde de lo que vi, de lo que todos los componentes de la guardia vimos: un espectáculo insólitamente patético cuya duración no pudo superar los cinco segundos. Pero fueron más que suficientes, vaya que si lo fueron.

-¿Pero que pasó?- preguntó la buena de Contreras con el alma en vilo.

-Me va a ser difícil describirlo, pero buscaré la manera. Tú imagínate a aquel joven y guapo oficial, de uniforme inmaculado, perfectamente planchado, con la camisola recortada para lucir el trasero respingón y marcar paquete, con el cuerpo vigoréxico casi hasta la exageración, en posición de firmes, saludando militarmente mientras recibe novedades, con su gesto imperturbable de machote... cuando de repente se le cae el pantalón y quedan a la vista unas robustas piernas cubiertas con medias y ligueros de encaje, ¡por no hablar de las bragas rosas de lencería fina!

-¿QUÉ?

-Lo que oyes, Silvia, lo que oyes. Algo verdaderamente espantoso. Nos quedamos todos petrificados, pensando que tal vez éramos objeto de una extraña broma o de un experimento psicológico. El propio Núñez estaba paralizado, allí en medio, en primer tiempo de saludo y con los pantalones por los tobillos y una mirada jodidamente chunga. Cuando al fin reaccionó vino lo peor.

-Ah, ¿pero todavía puede ser peor?- dudó Silvia, que estaba horrorizada y ya sin signos de etilismo.

-Sí, hija, sí. Pero déjame que vaya al servicio. Mientras tanto pide que nos llenen las copas, ¿quieres?

(CONTINUARÁ CUANDO VUELVA DE MEAR)


miércoles, 24 de febrero de 2010

Los diversos suicidios del teniente Núñez. (III)


Intenté en ese momento de mi conversación (casi monólogo, es verdad) con Silvia pensar en un orden lógico que le hiciera fácil recordar a todos los protagonistas. Ella me apremiaba:

-¡Venga, Alburquerque, sigue!

-Espera, que tengo una idea para facilitarte el seguimiento de todo lo que viene ahora, ¿vale?

Pedí un lápiz al camarero, momento que Silvia Contreras aprovechó para pedir un whisky (solo pero con mucho hielo), y yo me uní pidiendo lo mismo. Nos mantuvimos en silencio hasta que nos sirvieron. A continuación cogí una servilleta de papel, y pegándome mucho a Silvia fui escribiendo en la servilleta:

"Cabo De Quevedo. Una mujer muy formal, recientemente casada y embarazada de cuatro meses del que debería ser su primogénito. Era una buena profesional que no usaba el incipiente bombo como excusa para eludir responsabilidades, y tenía la opinión de que a los niños se les educa con el ejemplo y cuanto antes mejor. Por lo tanto se tomaba su servicio de guardia muy en serio. Tenía 26 años en aquella fecha.

Cabo Calahorro. Entonces tenía 42 años. Irreverente y pasado de rosca, pero un veterano fiable a pesar de todo. Ascendió a cabo primero hace unos meses y es el compañero que esta mañana conociste y que se ha suicidado hace unas horas. Antiguo legionario, de aquellos que se hicieron permanentes cuando esa posibilidad era exclusiva de ciertos legías y paracas; un fósil viviente. Viviente hasta hoy.

Soldado Martínez. Un chavalito de 19 años. Tímido y muy disciplinado. No he llegado a saber mucho más de él, salvo que murió muy joven.

Soldado Sanz. Un catalán de 23 años que nadie se explica muy bien qué carajo hacía aquí. Todos sabíamos que trapicheaba con cocaína dentro del cuartel, pero nadie quiso o no pudo demostrarlo. Excluyendo eso, era un tipo competente y astuto que pasaba por ser un soldado ejemplar.

Soldado Camúñez. 26 años. Supe poco de él (todos supimos poco de él), porque estaba más tiempo de baja médica que activo. Lamentablemente para él, aquel día no estuvo de baja y participó en la guardia que, creo, le costó la vida.

Soldado García. La otra fémina además de la cabo De Quevedo. Solamente tenía 22 años y ya se había operado las tetas. Era alucinantemente guapa y extremadamente mala soldado. La típica soldado florero del todo inútil que subsiste en el ejército gracias a jefes babosos capaces de lo que sea por tener cerca a una tía buena que jamás se follarán por mucho que lo deseen. De día era soldado (por la estabilidad) y de noche era estríper (por el dinero, claro). Y no hablo más, que me pierdo.

Soldado Guerrero. Tenía 28 años, y su nombre pegaba con su trabajo pero no con su actitud. Era el típico pasota cuya aspiración era llegar a los 45 años para vivir tirado en la cama con la paguita de "reservista de especial disponibilidad". Y no, no llegó a los 45, ni mucho menos.

Soldado Gil. Tenía 30 años aquel día. A Gil todo el mundo lo llamaba "Gil y Pollas". La verdad es que no era un lince, ni siquera era un lince lobotomizado. Era un pobre lerdo que tuvo la suerte de ingresar en el ejército en esos años recientemente pasados de escasez de aspirantes, cuando cualquiera que no fuera en silla de ruedas y supiera expresar su nombre podía ingresar. Por cierto, además de eso, también era un excelente soldado y una buena persona a quien echo de menos.

Soldado Estévez. En aquella fatídica guardia del 31 de diciembre de 2007 él era el conductor. Un muchacho de 24 años del que no tengo nada más que decir".

Mientras yo escribía estas orientaciones para mi compañera Contreras tuve que tirar de varias servilletas, y con cada una que yo emborronaba más interesada parecía estar ella. Seguí hablándole:

-Toma estos nombres, Silvia, y préstales atención, porque junto a mí y al teniente Núñez, estas son las personas que formaron toda la guardia del acuartelamiento Cascaperales en el 31 de diciembre de 2007. Hoy todos, salvo yo, se han suicidado, pero no me cabe la menor duda de que falta poco tiempo para que también yo aplique la solución Hemingway.

-¿La solución Hemingway?- preguntaba Silvia con un hilillo de voz, pálida, erizado el vello.

-Algunas personas lo llaman así -le respondí-. Ernest Hemingway, el famoso premio Nobel de literatura, se voló la cabeza, y hay quien piensa que es una encomiable manera de hacer mutis de la gran escena vital. A mí me parece bien, pero ocurre que aún lo veo demasiado precipitado a mi edad. ¡Pero crea yo lo que quiera creer sé que me voy a suicidar pronto!

-¡No, no! Por favor, Alburquerque, no pienses así. Las cosas cambian y...

-¡Calla, Silvia, calla! No sabes nada todavía. Déjame que te cuente lo que pasó en aquella guardia.

(SEGUIRÉ SI ME DEJAN)

lunes, 22 de febrero de 2010

Los diversos suicidios del teniente Núñez. (II)


Contreras me miraba atónita. Me miraba y me miraba sin decir nada, así que supuse que esa tremenda afirmación mía necesitaba una explicación.

-Sé que estás algo confusa, compañera, y lo entiendo. Si me dejas que te cuente toda la historia desde el principio... pero te advierto que me va a llevar un rato largo. Hay cosas que no pueden, o no deben resumirse.

Silvia estaba encantada de poder escuchar lo que prometía ser un relato cuando menos curioso y pidió un café con leche. Yo pedí otra tónica y comencé la narración con una pregunta:

-¿Te han hablado ya del teniente Núñez?

-No me suena- respondió dubitativa Contreras, más despistada a cada momento.

-Pensaba que ya te lo habrían contado, a pesar de tu breve presencia en la unidad. Si no te suena su nombre entonces tampoco has oído la historia de su suicidio, ni mucho menos la... ¿leyenda?... de la cadena de suicidios posteriores.

-Ni idea de lo que me hablas, tío. Me estás poniendo nerviosa.

-Soy yo quien tiene motivos para estar más que nervioso. Déjame que te cuente y presta atención, porque puede ser que muy pronto solamente tú quedes para recordar los extraños hechos que siguieron a aquella mañana del 31 de diciembre de 2007, cuando el teniente Núñez entró de guardia por última vez en su vida.

-Vale, vale, soy toda oídos- y no mentía al decirlo; no había más que ver su cara de asombrado interés.

-Empezaré hablándote del propio teniente, y luego, con menos detalle, te haré una reseña de los demás implicados. El teniente Núñez tendría veintiséis o veintisiete años y ya andaba rozando el ascenso a capitán. Era uno de esos milicos de la que entonces aún se llamaba escala superior y parecía sacado de una película. Metro noventa, extremadamente cachas, guapetón y varonil según decían las chicas del regimiento, hijo de un general de división en la reserva, y para colmo tenía un expediente de los de quitarse el sombrero: diplomado en operaciones especiales, curso de paraca, profesor de educación física, tirador selecto con fusil y pistola, primeraco de su promoción... En fin, el oficial casi perfecto. De hecho nunca comprendí cómo semejante portento vino a parar a este agujero que se llama Acuartelamiento Cascaperales.

-¿Por qué has recalcado tanto el "casi"?

-Bueno, el teniente Núñez tenía algo raro. No caía bien a nadie, la verdad. Y no era por los típicos celos o envidias profesionales, no. Había algo indefiniblemente repulsivo en Núñez. ¿No te ha pasado nunca que te topas con alguien por primera vez y sin conocerlo percibes algo que te tira para atrás?

-Sí, alguna vez.

-Pues eso pasaba con el teniente Núñez, solo que era una sensación unánime. Nadie lo quería. Nadie podía soportar mucho tiempo su cercanía. Y no te imagines que era arrogante ni nada de eso. Era, eso sí, disciplinado hasta decir basta; más papista que el papa; más manualista que los propios manuales; y sus interpretaciones del régimen disciplinario de las Fuerzas Armadas habrían asustado al más severo de los fiscales. Era famosa su mano de hierro al aplicar sanciones; no perdonaba ni el más mínimo desliz. Sin embargo, siendo justos, hay que reconocerle que él mismo se aplicaba todas las leyes, reglamentos y directivas con inquebrantable rigor. Pero esa absoluta perfección lo convertía, a ojos de los demás, en un ser humano imperfecto, porque los robots, querida compañera, por definición no pueden ser humanos perfectos.

»Te decía que no te lo imaginaras como alguien arrogante y debo insistir en ello. Núñez era un tipo tímido que nunca presumía de sus éxitos y que siempre hablaba en voz muy baja, como temeroso de hacerse notar. Pero había algo en él que... no sé, simplemente daba miedo, un miedo instintivo, irracional, atávico. Si yo creyera en el demonio le pondría la cara del teniente Núñez.

»Pues bien, aquel día, el último del año 2007, y también el último día de su vida, el teniente Núñez y yo coincidimos de guardia junto con otras nueve personas. Ahora, compañera, deja que te hable sumariamente de todas ellas.

(CONTINUAREMOS)

sábado, 20 de febrero de 2010

Los diversos suicidios del teniente Núñez. (I)


Silvia Contreras es una mujer atractiva de 28 años, con modales educados y soltera. Había llegado destinada a mi batería esa misma mañana por su flamante ascenso a cabo primero, que la había sacado de su Valencia natal para traerla aquí. Me gustó esa damita desde el primer instante, y puse de mi parte todo lo que pude para convertirme en un atento anfitrión que además de enseñarle el acuartelamiento se ofreció para mostrarle la nueva ciudad, o por lo menos los garitos más interesantes por los que -le confesé- esperaría encontrarla con frecuencia.

Pero Silvia no podía suponer que aquella tarde no saldríamos del tranquilo bar en el que nos habíamos citado. Allí nos quedamos charlando. O mejor dicho, yo me quedé contando y ella escuchando.

La culpa del cambio de planes la tuvo el suicidio de Calahorro, pero vayamos por partes.

Cuando Silvia entró en el mesón La Terraza me vio con la cabeza escondida entre las manos, con los ojos enrojecidos y el pulso trémulo, al borde de la histeria. O del pánico. Ella sonrió al verme en un primer momento, pero mientras se acercaba a mí fue cambiando el gesto hasta mostrar una sutil cautela. Quizá pensó que yo estaba borracho, pero se equivocaba.

-Hola, Alburquerque- saludó-. Qué mala cara tienes. ¿Pasa algo? Si es porque llego tarde tengo excusa, porque...

-Calahorro se ha suicidado- dije cortante. No era momento de escuchar justificaciones de impuntualidad.

Durante unos segundos Silvia Contreras me miró con incredulidad, pero mi cara y mis movimientos nerviosos no dejaban lugar a dudas. Pensé que esa mañana le había presentado a mucha gente: superiores jerárquicos; compañeros de empleo; subordinados... Era normal que no supiera de quién le hablaba.


-El cabo primero Calahorro -intenté recordarle-, uno muy mayor que estaba vestido con chándal...

-¡Sí, sí! ¡El que me ha saludado de mala gana y se ha marchado como cabizbajo!

-Ese mismo.

-Joder, ¿y se ha suicidado? ¿Cuándo?- preguntaba Contreras con los ojos muy abiertos, como si hubiera rejuvenecido veinte años y volviera a ser la niña que una vez fue y para la que todo era una asombrosa novedad.

-Me ha llamado su hermano hace unos minutos. Por lo visto saltó de la azotea de su bloque hace unas tres horas. Después de comer más o menos.

-Vaya, lo siento mucho. Supongo que erais muy amigos -me consolaba Silvia amasándome un hombro.

Silvia Contreras no podía saber que Calahorro y yo nunca habíamos sido íntimos, y que mi pesar no era provocado por su pérdida, sino por lo que su muerte significaba para mi futuro; para un futuro que ojalá no fuera inmediato.

-Contreras, ¿tú crees en la magia?

-Pues no sé...

-Yo no. Pero, ¿sabes?, algo raro está pasando- expliqué mientras intentaba encender un cigarrillo tan temblorosamente que Silvia tuvo que ayudarme-. Algo tan raro como para que te asegure que soy feliz y que, sin embargo, sé que me voy a suicidar, y que además será pronto.

(SIGAMOS OTRO DÍA)

martes, 16 de febrero de 2010

Permitan que me presente


Hola. Soy El soldadito de plomo. Sí, ya sé que mi nombre no es tan divertido como el del malogrado (y siempre querido por mí) Don Leónidas Kowalski de Arimatea, insigne creador de esta bitácora. Ni mi nombre es tan gracioso ni lo soy yo, y a pesar de ello llego aquí con la atrevida intención de continuar la obra de Leo. ¡Cochina sabandija usurpadora!, pensarán quizá. Pues vale, piénsenlo si quieren, están en su derecho, pero tengo poderosas razones para creer que si Leónidas levantara la cabeza aprobaría mi presencia en la que fue su casa. También intuyo que los echaría de menos a ustedes.

De mí es poco y triste cuanto hay que decir, pero a mi manera sigo buscando una esquiva felicidad -¿puede que en forma de bailarina de papel?-. Bah, tiempo habrá para hablar de nosotros, si me acompañan. Hay tanto de lo que hablar, tantas bofetadas que dar y tantos cuentos por escribir...

Soy consciente de que mi irrupción en DCC tiene algo de sacrílego, pero confío en saber hacerme perdonar con el tiempo. Así mismo comprendo que mi acto de presencia suscita más preguntas de las que responde. Créanme que yo también me hago muchas preguntas al respecto, y ninguna respuesta de las que se me ocurren me convence. Digamos simplemente -haciendo una perdonable concesión mística- que el espíritu de Leónidas Kowalski vive en mí.

Hasta pronto.