Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Paco es un cerdo


Alberto, Leónidas, Paco y yo nos preparamos a conciencia para la ocasión. Iba a ser una noche muy especial, sin duda. Estábamos ansiosos por cumplir nuestro sueño: tirarnos a Ángela Gutiérrez. Pero antes de hablarles de Ángela déjenme que les cuente algo sobre mis amigos y sobre mí mismo.

Alberto, de diecinueve años, era el más joven del grupo. Su padre era el director de una sucursal bancaria en nuestro pueblo, y su madre era una abogada de cierto prestigio en toda la provincia. El hermano mayor de Alberto era un pijo en toda regla, y se supone que Albertito debería haber seguido su camino. Al menos eso esperaban los snobs de sus papis, pero Alberto les salió rana, por eso se juntaba con nosotros. Era un chico listo y maduro, así que lo acogimos encantados. Además, siempre llevaba mucha pasta encima y básicamente él se hacía cargo de nuestros gastos comunes. Por ejemplo, la noche que nos follamos a Ángela fue él quien pagó las herramientas y el material que necesitábamos.

Leónidas era un militar de tropa. Era el único foráneo del grupo, y lo habíamos conocido unos meses antes en un bar de copas. Estaba recién destinado a un cuartel que hay en nuestro pueblo, y con sus veintitrés años era el más viejo del equipo y el que menos había conocido a Ángela. Se unió a nosotros porque no conocía a nadie, y nosotros lo admitimos porque... la verdad es que no sé por qué lo incluimos en el grupo. Simplemente nos parecía un tipo legal. Leo fue el encargado de aportar ropa de camuflaje y mochilas la noche que nos cepillamos a Ángela.

Paco, de veintidós años, era peón de albañil, y como supe la noche aquella, también era un cerdo del carajo. Paco nos caía bien a todos por su bonhomía a prueba de bombas y por su lealtad al grupo. Se hubiera dejado freír en aceite antes que hablar mal de cualquiera de los demás. Él se encargó de los trabajos de albañilería la noche que nos trajinamos a Ángela.

En cuanto a mí hay poco que decir. Por entonces tenía veinte años y acababa de comenzar la carrera de Psicología. Nunca la terminé, por cierto. Mi aportación a aquella noche de locura y sexo, perdónenme la inmodestia, fue la mejor: yo di la idea y esbocé el plan.

Se preguntarán quizás qué teníamos en común los cuatro. Pues bueno, los cuatro éramos feos de cojones. Supongo que eso también contribuyó a que nos uniéramos formando un buen equipo en el que cada miembro protegía a los otros. Éramos algo así como el espectáculo del pueblo. Un circo gratuito. "Ahí van los cuatro espantajos", decía la gente a nuestro paso. Nosotros preferíamos llamarnos Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Ya ven, una tontería, pero a nosotros nos gustaba.

Creo que ha llegado el momento de hablarles de Ángela y no sé por dónde empezar. ¿Cómo explicarles lo que sentíamos por Ángela si ni siquiera puedo estar seguro de lo que sentía cada uno de los otros Jinetes del Apocalipsis? Intentaré resumirlo:

Mi pueblo tenía treinta mil habitantes, aproximadamente la mitad de los cuales eran mujeres. Pues bien, sin duda alguna, Ángela era la mujer más guapa de entre quince mil. Para colmo era una chica inteligente, con sentido del humor y bondadosa. Su único defecto, si tenía alguno, era la promiscuidad y su perversa costumbre de mofarse de los hombres feos, y nosotros lo éramos con avaricia. Sí, ya sé que esto no la deja en buen lugar, pero lo cierto es que, a pesar de ello, Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis la amábamos. Adorábamos a esa zorra como el perro sumiso que lame la mano del dueño que lo azota.

Dios, en el momento de escribir esto estoy recordando tantas cosas... ¿Cómo pudimos dejarnos humillar mil y una veces sin sacarle las tripas a nadie? A Ángela, por supuesto, se lo perdonábamos todo, pero no entiendo cómo llegamos a perder la dignidad hasta el punto de permitir que algunos de los que se la follaban nos escupieran y nos insultaran. Qué paciencia tuvimos, dios mío, qué paciencia. Éramos feos, de acuerdo, pero cada uno de nosotros tenía otras virtudes que igualaban o superaban a las de los cabrones que se tiraban a Ángela. ¿Qué tenían ellos? Algunos eran guapos, otros tenían mucho dinero, y así iba Ángela por la vida, abriéndose de piernas por placer o por interés. Ángela, la pobre Ángela... era tan bella, tan perfecta... Y después pasó lo que pasó.

Ángela escondía en sus genes un amargo secreto que se hizo patente cuando ya tenía veintiún años. A los veintidós recién cumplidos el cáncer se la llevó para añadirla a su interminable colección de trofeos. Creo que no van a poder entenderlo, pero Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis nos sentimos aliviados el día que Ángela Gutiérrez murió. La amábamos cada uno a nuestra manera, pero cuando dejó de existir fue como si nos quitaran una pesada losa del pecho y por fin volvíamos a respirar.

Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. Se la conté al grupo y todos estuvieron encantados, aunque Paco mostró ciertos reparos religiosos. Que si sería pecado, decía el muy cabrón. Qué cosas tenía el cerdo de Paco. Nuestras carcajadas casi hacen resucitar a Ángela.

La enterraron por la tarde. Su última morada, como suele decirse, era un nicho bastante humilde que pasaba desapercibido entre decenas más. Los hijos de puta que se follaban a esta linda perra no aportaron una peseta para darle una tumba en condiciones, y tampoco sus padres estaban pasando una buena racha económica porque en los últimos meses de la enfermedad habían gastado el poco dinero que tenían en curanderos. Ahí dejaron a Angelita, rico alimento para gusanos, pudriéndose a sus veintidós años tras haber fornicado con, al menos, 732 hombres diferentes, según el censo que habíamos elaborado pacientemente. Ninguno asistió al entierro, por cierto.

El nicho estaba a media altura. Alberto y yo sí asistimos a la inhumación de Ángela porque queríamos estar seguros de cuál era su sitio, comprendan que hubiera sido muy embarazoso equivocarnos de cadáver. Mientras tanto Leónidas obtenía por procedimientos nunca explicados cuatro uniformes de nuestras tallas, cuatro pares de botas de nuestro número, cuatro pasamontañas, otras tantas linternas y cuatro mochilas. Por su parte, Paco, que era el entendido en eso, compraba con el dinero de Alberto ladrillos, cemento y herramientas.

Después nos reunimos en casa de Leónidas, pues era el único de los Cuatro Jinetes que vivía solo. Allí concentramos todo el material. Cenamos, vimos una película malísima de zombis, comimos palomitas, y a medianoche salimos en dirección al cementerio, con nuestras mochilas cargadas de material de obra, herramientas y uniformes mimetizados. Cuando estuvimos alejados del pueblo metimos nuestra ropa en las mochilas y nos pusimos los uniformes y los pasamontañas. Desde ese momento abandonamos los caminos y en silencio seguimos avanzando campo a través hasta llegar a nuestro objetivo.

Saltar la tapia fue fácil para todos. También lo fue echar abajo el delgado tabique que cerraba el nicho de Ángela. Lo que no resultó tan fácil fue sacar el ataúd, nos lo esparábamos más liviano.

--A ver si es que esta guarra ha engordado durante las semanas que pasó en el hospital--, dijo alguno.

--Que no, coño, que el cáncer te deja muy flaco. Será la caja lo que pesa tanto--, recuerdo que respondí.

Cuando al fin tuvimos el féretro y su contenido a nuestro pies no pudimos abrirlo. Alberto se ponía nervioso:

--Ey, parece que han clavado la tapa. Bah, venga, lo volvemos a meter y nos vamos, joder.

--De eso nada. Ya que hemos llegado hasta aquí nos follamos a la zorripuerca--. Leónidas era dado a usar esa clase de palabras compuestas, zorripuerca, putigolfa, guarriputa y cosas así.

--Venga, Paco, coge el pico y rompe la puta caja--, ordené.

Paco agarró el pico, y antes de descargarlo sobre la tapa del ataúd, para sorpresa de todos, el tío se santiguó. Olé sus cojones. La tapa se despedazó sin demasiada resistencia, y antes de que nos agacháramos para retirar con las manos la madera astillada nos asaltó la fetidez.

--¡La leche! ¡Cómo apesta!--, exclamó Paco.

--Con lo bien que olía en vida, la muy cabrona--, dije yo.

--Pues a mí me gusta, es un olor así como dulzón. Si me estoy poniendo cachondo y todo, hostias--, nos confesó Alberto.

--Ah, se me había olvidado un detalle. Esperad, que tengo algo para todos--, decía Leónidas mientras buscaba en su mochila. Sacó un frasquito que a la luz de su linterna nos mostró y pudimos leer en la etiqueta "Vicks VapoRub".

Leónidas había visto en las películas que los investigadores policiales y los médicos forenses se ponían un poco de esa crema en el bigote, así enmascaraban la hediondez de los cadáveres putrefactos. Le hicimos caso y la cosa funcionó. Sin prestar mucha atención sacamos a Ángela del ataúd. Recuerdo que Alberto, en un surrealista acceso poético, dijo en ese momento: "Una bonita mariposa sale de su capullo". "Tú sí que eres un capullo", le respondió Leónidas. A Paco le dio la risa floja y dejó de sostener a Ángela por los hombros. La cabeza de la muerta chocó contra el suelo. CLOC.

--¡Tío, que la vas a matar!--, dije yo. Y entonces nos dio la risa a todos y dejamos caer a Ángela sobre la calle empedrada.

Nos reímos un buen rato y pensamos en follarnos a Ángela allí mismo, pero alguno se empeñó en que era mejor tirarla sobre el césped. Tenía razón, así que la llevamos a la zona ajardinada. Ángela no iba vestida. Estaba como embutida en un saco de tela de color gris que la cubría hasta los hombros. La sacamos de ese saco, advirtiendo a Alberto que se dejara de metáforas mariposiles. La verdad es que no hizo falta la advertencia, porque a esas alturas todos íbamos demasiado cachondos como para hacer poesía o chistes. Simplemente necesitábamos descargar los huevos.

Yo tenía razón, Ángela estaba muy flaca, pero seguía conservando unas proporciones perfectas. Me llamó la atención que su pubis estaba depilado formando un pequeño triángulo de vello muy corto, y me pregunté si eso sería cosa de la funeraria o de la familia. No me imaginaba a Ángela depilándose esa parte en sus horas de agonía, aunque como era tan coqueta igual fue capaz. No sé, es un detalle que nunca comenté con los demás.

--No le saquéis los tapones de algodón que tiene puestos. Están ahí para que no suelte líquidos apestosos por sus orificios. Le quitaremos sólo el tapón del coño--, aconsejó Leónidas.

--Pues yo me la quiero beneficiar por el culo, y me da igual lo que pueda salir por ahí. Seré el último, así no os molestará lo que salga--. Eso lo dije yo. Necesitaba meterle mi polla a Ángela por ese agujerito estrecho. Era algo así como derribar la última frontera, aunque estaba seguro de que muchos otros antes que yo lo habrían hecho cuando estaba viva. Aún así me excitaba enormemente la idea de ser el primero, y el único, que sodomizaría a Ángela más allá de la vida.

--Eh, chicos, a mí esto me da un poco de vergüenza-- decía Paco --y si no os importa yo seré el último. Me da igual que tenga el culo destaponado y que se haya cagado cuando me toque, de verdad que no me importa, pero dejadme ser el último, por favor.

Todos estuvimos de acuerdo en dejar que Paco fuera el último en follarse a Ángela. No queríamos discutir, sólo jodernos a esa perra por la que tantas pajas nos habíamos hecho. Leónidas fue el primero. Después fue Alberto. Luego yo, que lo hice por el coño y por el culo. Después repitió Leónidas. Alberto pasó de repetir y volví a hacerlo yo. Y así estuvimos mucho tiempo, hasta que se la cedimos a Paco. Alberto, Leo y yo estábamos satisfechos y alguno de nosotros volvió a gastar bromas:

--¿Hace falta que te sujetemos a Ángela, Paco, o podrás tú solo?

--Dejadme solo, cabrones, que no creo que esta niña oponga mucha resistencia. Os quiero lejos, que soy muy tímido para esto del sexo--. Y nos fuimos a fumar, alejados de Paco y de su "novia", durante mucho rato.

Estaba a punto de amanecer y decidí que había llegado el momento de interrumpir las tareas amatorias de Paco. Dejé a Leo y a Alberto y me acerqué a la parejita de tórtolos para recordarle a Paco que teníamos que devolver a Ángela a su nicho y levantar de nuevo el tabique que lo cerraría.

Fue entonces cuando comprobé que Paco es un cerdo. ¡Qué asco, joder, qué asco!

Nunca hablé, hasta ahora, de lo que hizo Paco. Alberto y Leónidas no supieron nada. Mejor para ellos.

Alberto murió dos años después en un accidente de tráfico.

Leónidas fue destinado a otro lugar y perdimos el contacto, aunque lo he buscado por Internet y sé que escribe un blog absurdo al que llama Diario de un Cabeza de Chorlito.

Paco... ¡Paco es un cerdo!

En cuanto a mí, pues bueno, llevo una vida más o menos normal, e intento olvidar que una vez vi a Paco besando en la boca a Ángela Gutiérrez.

13 comentarios:

Santiago Bergantinhos dijo...

¿Y a cuántos años dices que prescribe el delito de necrofilia y profanación de cadáveres?

Anónimo dijo...

Es que mira que puedes llegar a ser bárbaro... ¿Cómo se te pueden ocurrir estas historias, tío?

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

Maldita sea, Supersantiego, no menciones ese tema. La verdad es que no lo sé, quizá me he precipitado contando esto... Mierda, no podré dormir esta noche ni las siguientes, esperando la llamada de la policía en la puerta.

Miri, ya me conoces.

Anónimo dijo...

jajajajajaaja. Pues me he reido. Pero oye, Paco no es un cerdo!!! Paco es un romantico!!

Anónimo dijo...

He leído la entrada, por encima, claro, ya sabes ;)

Por cierto, ha prescrito, respira tranquilo.

Besos navideños.

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

¿Te reíste, Dana? Caray, no tienes corazón. En cuanto a Paco, sigo pensando que es un cerdo. Mira que besar en la boca a una muerta... ¡Será marrano el tío!

Hola, Mari, qué de tiempo. Pues sí, sí que respiro ya más tranquilo. (Qué bueno es esto de tener una asesora legal).

Anónimo dijo...

Está bien. Muy en tu línea. Pero yo he echado en falta algo más de detalle. Ya sabes: algo sobre la textura interior de la vágina, o si usasteis lubricante, si brotaron fluidos al quitarle los tapones, si utilizasteis los fluidos como lubricantes, si tuvisteis que romperle los huesos para abrirla de piernas o ya había cedido el rigor mortis, etc. Detalles...

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Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

¡Javi, por las barbas del Profeta! Jamás daré esa clase de detalles. Ante todo soy un caballero.

GUIZMO dijo...

La verdad es que casi me entran arcadas sólo de imaginarme el panorama. Qué puto asco macho...
Sólo por curiosidad: ¿es verídica esta historia?

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

Guizmo, no voy a responder a tu pregunta por pudor, sólo te diré que si lo probaras no te daría tanto asco, en serio.

Mira, un par de consejos, por si alguna vez te animas: Procura que hayan pasado las horas suficientes desde la muerte para que el rigor mortis haya cedido, pero que no te pase como a nosotros y dejes pasar tanto tiempo como para que el cadáver huela. Aunque es cuestión de gustos, ya ves que a Alberto le excitaba el pútrido aroma. Si has olido alguna vez un cadáver humano en descomposición sabrás que su olor no es como el de un perro o gato muerto. Es como más dulzón y denso, casi se puede masticar la peste. A mí personalmente no me agrada, pero entiendo que haya gente a la que sí. En cualquier caso recuerda: Vicks VapoRub.

Anónimo dijo...

Lo que pasa es que eso solo podeis hacerlo los hombres... No me imaginao intentado poner tiesa la picha de un muerto. Sinceramente.
Y prefiero el olor a colonia masculina que el de gato muerto multiplicado por mil. Pero por Dios, ¿A quién se le ocurre hacer eso?

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

Ese problema que comentas, Dana, sobre ponérsela tiesa a un fiambre, queda magistralmente resuelto en la película Nekromantic, película que no me cansaré de recomendar a todos los lectores de DCC.

Anónimo dijo...

Fascinante la escena de la felación al cadaver putrefacto, aunque la protagonista acabe echando la pota. Y es que hay mujeres que no aguantan nada...


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