Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

domingo, 18 de mayo de 2008

Recuerdo desenterrado


(Nota del cabeza de chorlito: Publiqué la mitad de este cuento el viernes. Finalmente he decidido eliminar esa entrada y publicar aquí el relato completo porque creo que se puede leer de una vez sin ocupar demasiado tiempo).


Un lugar de España. Año 1938.

Lo peor era el barro. Al menos eso era lo peor cuando la artillería enemiga dejaba de tronar. Bueno, también estaban los piojos. Y el olor inmundo de los cadáveres en descomposición. Tampoco hay que olvidar el hambre. Y el miedo. Ahora que lo pienso, todo era lo peor en aquellos días.


Otro lugar de España. Año 1988.

Como hoy. Hoy todo vuelve a ser lo peor. Hoy ha muerto mi nieto, ¿saben? Acabo de conocer los detalles de su muerte, y supongo que estoy conmocionado, porque en lugar de llorar estoy recordando cosas. Casi las estoy viviendo de nuevo.


Un lugar de España. Año 1938.

Estaban locos. Estaban verdaderamente majaras al ordenarnos aquellas carnicerías sin sentido. Cegados por el miedo y borrachos de sangre nuestros jefes ordenaban asaltos suicidas sin ton ni son. El enemigo hacía lo mismo, y cuando les tocaba a ellos jugar a soldaditos valientes nosotros sólo teníamos que apuntar desde nuestras trincheras y apretar el gatillo viéndolos caer entre el estrépito de las ametralladoras y los fusiles. Cuando abatíamos al último y las armas volvían a su amenazante silencio negro con olor a aceite caliente venía lo peor... aunque ya he dicho que aquellos días todo era lo peor: los gritos de los heridos en tierra de nadie; las llamadas de auxilio, "¡me han dado, me han dado, ayudadme!", "¡camilleeeeeros, aquí, aquí, rápido, que siento que me voy!"; los delirios de los más graves, "¡madre, madre, mamaíta, ven, por dios te lo pido!", "¿dónde está mi juguete? ¡Devolvedme mi juguete!"; las peticiones de los más realistas, que querían dejarlo todo atado antes de morirse, "¡Cañedo! ¿Me oyes, Cañedo? ¡Fui yo el que te robó la baraja! ¡Anda, ven a buscarla si tienes huevos, y que sepas que tu novia es una golfa y se la ha follado media compañía!", "¡Teniente Gámez, es usted un cabrón!" (por entonces hasta para agraviar usábamos el usted), "Por favor, compañeros, decidle a mi novia que lo de Margarita no fue nada, ella entenderá".

No es agradable recordarlo, pero la verdad es que llega un momento en que todo da igual, y debo confesar que a veces rematábamos a los heridos que se arrastraban en la tierra de nadie, tanto a los del bando enemigo como a los nuestros. Auxiliarlos era imposible, y soportar sus desvaríos y sus llantos día tras día mientras se morían de sed o se desangraban era inaguantable. Los mejores tiradores se entretenían rematándolos y les hacían un favor a ellos y a nosotros. Ustedes no lo comprenderán, pero eso es porque ustedes no estaban allí.


Otro lugar de España. Año 1988.

Mi nieto acaba de morir y sólo tiene... tenía doce años. Era un niño lleno de curiosidad y muy inteligente. "Abuelito, cuéntame cosas de la guerra civil", solía pedir cuando sus padres lo traían a verme. Yo, claro, me inventaba para él mil y una batallas donde todo era perfecto y había mucho honor, mucha dignidad y mucho heroísmo. La verdad no es cosa para un niño de doce años. La próxima vez le contaré que un día, bajo el bombardeo de la aviación enemiga, un grupo de soldados liderados por mí... No. Se me olvida. Se me olvida que no habrá próxima vez. Estoy chocho y conmocionado, eso es lo que pasa. Ya no tiene sentido seguir inventando cuentos para un niño de doce años. Ahora sólo me viene a la miente el asqueroso plato de la verdad cruda con su guarnición de inmundicia y horror.


Un lugar de España. Año 1938.

Aquel día estábamos casi sin munición y la infantería enemiga estrenaba unos morteros. Ahora nos machacaban a placer sin tener que salir de sus madrigueras gracias a la trayectoria curva de esas armas. El miedo nos paralizaba, el hambre nos tenía debilitados, y a cada paso en las trincheras nos hundíamos más en el barro. Nuestro abastecimiento estaba bloqueado desde hacía semanas, y aunque recuperábamos de los bolsillos y de las cartucheras de los muertos cercanos a nuestra trinchera toda munición y condumio aprovechable, la situación era más que desesperada. En esas circunstancias lo razonable hubiera sido un repliegue táctico, una retirada técnica, una huida estratégica o como puñetas llamen los estrategas a salir corriendo dándonos patadas en el culo.

Pero aquel día de 1938, en aquel lugar, nada guardaba el menor parecido con lo razonable, así que se nos ordenó asaltar las trincheras enemigas. De perdidos al río.

Salté a la tierra de nadie con el sabor agrio del miedo en la boca, con más odio hacia mis jefes que hacia el enemigo, con cuatro cartuchos en mi Máuser, y con el tiempo justo para ver al Sargento Máiquez pegarle un tiro en la cabeza al Soldado Cruz por no atreverse a salir de la trinchera.

Nos barrieron. El absurdo intento de asalto duró como mucho treinta segundos, y perdimos en ese tiempo a cuarenta y dos compañeros. "¡Volved, volved a la posición anterior! ¡¡POR VUESTRA MADRE, ATRÁS!!", gritaba como loco el Teniente Oviedo, que unos instantes después cayó con la cabeza reventada por un balazo. Con él perdimos al mando más sensato de la compañía. Dios lo tenga en su Gloria.


Otro lugar de España. Año 1988.

Dicen que mi yerno se va a poner bien, que lo suyo son heridas superficiales. Qué tontería creer que se curará. Cicatrizarán las heridas de la piel, eso sí, pero no se va a poner bien nunca. Un padre que ve a su hijo morir de esa manera no puede ponerse bien jamás. La madre, mi hija, no sé ni cómo está. Ella no fue a la excursión, menos mal. Espero poder abrazarla pronto, pero me dicen todos que por ahora es mejor que me quede en la residencia, que no es bueno a mi edad recibir ciertas impresiones. Qué sabrán ellos de recibir impresiones fuertes...


Un lugar de España. Año 1938.

Tras aquella mala imitación de asalto que tantos litros de sangre derramó en vano volvimos a nuestra trinchera, a comer barro y a dejarnos descuartizar por los morteros Valero de 50 milímetros. ZZZZZZZBOUM, una nube de humo negro espeso, unos segundos de silencio más espeso aún, y otra vez los gritos. Recuerdo al pelirrojo Tamayo, sin piernas y cubierto de sangre, chillando sin parar "¿quieres morcilla? ¡toooooma morcilla!", hasta que paró para siempre. O hasta que alguno de nosotros lo paró, no me acuerdo. Era un buen muchacho de un pueblo andaluz, y no sabemos qué quiso decir con aquel último ofrecimiento gastronómico. Supongo que teníamos tanta hambre que hasta en las últimas pensábamos en comida.

El barro. Cuánto barro había allí, coño. El terreno estaba tan blando que algunas granadas de mortero se clavaban en el suelo sin detonar, asomando sobre la superficie las colas con las aletas estabilizadoras de color verde. Parecían pequeñas lechugas, o eso se me figuraban a mí. El hambre, ya saben.

Cuando teníamos algo de calma hincábamos una estaca junto a las granadas que no explosionaban, y de la estaca pendía un trapo rojo. Esto servía para que nadie pisara el ingenio inadvertidamente, y para que después lo pudieran localizar los de ingenieros, quienes lo harían volar de modo seguro.


Otro lugar de España. Año 1988.

Tuve dos hijos, Jorge y María. Jorge murió a los dos años de tuberculosis. María sólo ha tenido un hijo, que se llama como yo, Paco. Lo llamamos Paquito simpre. No, no ,no. Otra vez se me ha ido la cabeza. Quiero decir que lo llamábamos Paquito, y como Paquito lo recordaremos porque ya nunca llegará a ser Don Francisco.

Quizá yo pude haber evitado su muerte, treinta y ocho años antes de que naciera.


Un lugar de España. Año 1938.

El hambre, el agotamiento, el miedo, el desorden y la derrota inevitable nos hacían ser descuidados. Oí el zumbido de una de aquellas malditas granadas al cruzar el aire y pensé que eso sería lo último que oiría, pero no fue así. CHOF, eso es lo que oí a continuación cuando la granada se hundió en el barro a medio metro de mis pies. Estaba demasiado débil como para alegrarme de mi suerte y sentí más indiferencia que otra cosa. Sabiendo como sabía que era cuestión de minutos abandonar nuestras posiciones en una retirada definitiva dejé aquel cacharro medio enterrado en el fango, sin preocuparme de señalizarlo.


Otro lugar de España. Año 1988.

Paquito me llamó ayer. Estaba emocionado porque su padre le había prometido que hoy lo llevaría a visitar el escenario donde su abuelo luchó durante la Guerra Civil. "¿Vendrás con nosotros, abuelito? ¡Dime que sí!" Le dije que no. Le dije que me dolían las piernas y que estaba muy cansado. Para pasear con mi nieto nunca me duelen las piernas ni estoy cansado, pero la verdad es que yo no quería volver allí. Debería haber ido. A lo mejor podría haberle salvado la vida hoy, ya que no lo hice hace cincuenta años.

No me han contado muchos detalles, pero yo desgraciadamente me los imagino vivamente porque vi a mucha gente morir por efecto de las granadas de mortero. Cuando lo socorrieron decía mi yerno antes de perder el conocimiento que su hijo estaba desenterrando algo del suelo y que entonces se produjo la explosión. Eso es lo que saben todos.

Yo sé algo más. Yo sé que aquello que mi nieto desenterraba parecía una pequeña lechuga metálica, y sé que me estaba esperando a mí desde hace medio siglo. Al final ha logrado su objetivo, la muy perra. Me ha dejado sin descendencia. Mis genes ya están extinguidos. Hoy me siento muerto.

Hoy todo vuelve a ser lo peor.

8 comentarios:

Lola dijo...

Lo peor del final es que te lo ves venir mientras piensas "no, espero que no sea eso lo que suceda". Pero sucede, con la misma inevitabilidad con la que la realidad nos golpea.

Saludos. Lola.

Anónimo dijo...

Bueno, buenisimo cuento, aunque yo no vi venir el final o simplemente me negue a pensarlo por ser demasiado cruel.


Paloma.

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

Así es, Lola, el final se ve venir. Además el título da una pista demasiado obvia al relacionarlo con las granadas que quedan enterradas. Así ha salido la cosa.

Paloma, me alegro de que te haya gustado. El final es cruel, sí, pero es que yo no sé escribir finales rosas.

Aprovecho el comentario para mostrar una granada como la del cuento, por si alguien quiere ayudar a su imaginación con imágenes reales:

Granada Valero de 50 mm.

Anónimo dijo...

Bueno. Muy bueno, sí señor. Hacía ya algún tiempo que no publicabas algo así. ¡Ah! Y creo que yo sí sé a que morcilla se refería ese tal Tamayo...

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

Tú es que me ves con buenos ojos, amigo Javi. En cuanto a lo de la morcilla de Tamayo... ¡Mwajajajjaja...! Ya sabes, uno de esos guiños que dejo caer en casi todos los cuentos, lo que pasa es que la mayoría se refieren a un pasado que tú no conoces. Esta vez sabía que dirías algo acerca de la morcilla de Tamayo.

Tú que lo ves con más frecuencia que yo ruégale de mi parte que lea el cuento.

Carabiru dijo...

Vaya, últimamente me paso por aquí muy poco, pero da gusto llegar, y encontrarse con joyitas como esta!

Muy bueno.

aigon89 dijo...

La verdad es que el cuento es muy bueno, yo el final no me lo esperaba hasta el momento en el que Paco el abuelo, dice que era una muerte que podia haber evitado cincuenta años antes.

Mi abuelo tambien es de los que cuentan historias, solo que el, como no estubo en el frente por ser un niño, me suele contar cosas de la postguerra o de lo poco que el sabe de su padre, pero siempre es interesante, y supongo que tu tambien te habras basado en las historias de algun abuelete, porque lo explicas todo con un detalle impresionante, hasta el modelo de los morteros!


Un saludo.

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

Saludos, Carabiru. Es buena señal que vengas poco por aquí, yo me alegro, de verdad.


Aitor, gracias por tu comentario. Mi abuelo me contaba muchas historias de la Guerra Civil, sí, pero no hay ningún detalle en el cuento que provenga de aquello. Lo de mencionar el modelo de mortero es por dar un toque realista y se debe a mi afición por las municiones, más que por las armas.