Un blog escrito bajo severas dosis de etanol.

sábado, 20 de enero de 2007

Kuky

(Texto publicado originalmente el día 18 de Marzo de 2006 en Spaces).




Era un gato romano. Cuando llegó a casa de mis padres, siendo yo un niño, estaba muy asustado y no se atrevía a salir de la caja de zapatos en la que lo trajeron. Acababa de ser destetado y eso del contacto con humanos no le hacía mucha gracia. A mí muy frecuentemente tampoco, de modo que estábamos destinados a entendernos.

Permanecía encogido en su caja sin mirarnos, desentendido del mundo humano en el que lo pretendíamos integrar sin su consentimiento. No parecía prestar atención a nuestras voces ni a nuestras caricias, pero no tardé en descubrir que eso era pura fachada; en cuanto lo dejábamos solo se ponía a maullar lastimeramente, y al atender sus lamentos ofreciéndole nuestra compañía callaba de modo inmediato, pero manteniendo su actitud distante. Su comportamiento podría traducirse así: "Vale, personas, no me gustáis y no voy a ser vuestro amigo, pero sois mejor que nada, y soy demasiado joven para saber estar solo, así que no os separéis de mí, por favor". Yo supe desde el primer día que nos llevaríamos bien, y además lo necesitaba para olvidar la breve y triste historia de Laika (quizá algún día os hable de ella).

Lo llamé Kuky, y en verdad llegamos a ser grandes amigos a pasar de sus iniciales reticencias. De él aprendí mucho, y llegamos a tener una gran confianza que llegaba hasta el punto de contarnos ciertas intimidades. Por él mismo supe que estaba enamorado hasta los bigotes de Blanquita, una esbelta gata madura vecina nuestra. El pobre Kuky lo pasaba fatal viendo cómo Cabezagorda, el gato dominante del vecindario, un callejero con muy mala leche, se trajinaba cuando quería a Blanquita. Cuando Kuky maduró Cabezagorda y él fueron enemigos acérrimos, protagonizando epopéyicas peleas de las que aún se habla en el barrio. Yo intentaba inclinar la balanza a favor de Kuky, apostado en la terraza de mi casa y haciendo uso de una carabina de balines con visor telescópico, pero Cabezagorda era duro, el jodío. El inexperto Kuky siempre llevaba la peor parte en aquellos combates, a pesar de mi ayuda artillera. Hasta que se hizo un gatote grande y sano y se cobró su venganza con creces sobre el ya anciano Cabezagorda. Después se cepilló a base de bien a Blanquita, le hizo muchos gatitos y la mandó a la mierda, por puta.

Por las mañanas, unos veinte minutos antes de la hora a la que me tenía que levantar para ir al colegio, se metía en mi cama, me despertaba, jugaba conmigo y después esperaba mientras yo me aseaba. Luego salíamos juntos a la calle, y según le apeteciera me acompañaba al colegio o se iba en busca de aventuras. Durante años tuve el honor de ser el único niño de mi colegio que llegaba a clase escoltado por un gato. Me seguía a cierta distancia, para que nadie pensara que se trataba de un perro sumiso, y si yo me detenía él también lo hacía a varios metros de mí y disimulaba olisqueando cualquier cosa, pero vigilándome por el rabillo del ojo para iniciar la marcha en cuanto yo comenzara a caminar. Más de una vez se coló en el colegio ya iniciadas las clases, y era divertidísimo escuchar sus maullidos retumbantes por los pasillos haciendo callar a los profesores. Se interrumpían las clases y los maestros salían a los pasillos a buscar a ese gato impertinente. Nunca dieron con él, era demasiado astuto para ellos. Yo sonreía por dentro, y me hacía muy feliz saber que Kuky me estaba buscando en el colegio, con dos felinos cojones.

A veces se iba de casa y tardaba hasta una semana en volver. No nos explicaba qué había estado haciendo, pero siempre traía honrosas heridas de guerra y volvía muy flaco.

Una vez, cuando ya llevaba varios años con nosotros, volvió de una de sus misteriosas fugas con una fea herida en la pata trasera derecha. Ése fue el principio del fin.

La herida no dejaba de supurar un pus verde, y mis padres no querían saber nada de veterinarios. Hoy sé lo fácil que hubiera sido curarlo, y sin necesidad de ir a un veterinario, pero entonces no lo sabía. Lo siento, Kuky.

Un mal día mis padres se hartaron. Decían que no era higiénico y que podía ser peligroso para nosotros que Kuky estuviera así. Lo metieron en el maletero del coche (Kuky no soportaba los coches, y ésa era la única manera de hacerlo viajar sin que nos sacara los ojos) y me preguntaron si quería acompañarlos para despedirlo o si prefería ahorrarme el mal trago. Naturalmente fui, es lo menos que podía hacer por él ya que no me declaré en huelga de hambre para que mis padres cambiaran de opinión.

Con nocturnidad y alevosía lo abandonamos en medio del campo, a unos cinco kilómetros de casa y en una zona que suponíamos no había sido explorada por él, de modo que no supiera desandar el camino. De vuelta a casa lloré en silencio odiando a mis padres. ¿Fin de la historia? No, qué va.

Meses más tarde paseaba yo por mi ciudad, por un barrio céntrico no muy lejano del mío, y vi un gato buscando comida entre la basura apilada en un contenedor. Se parecía mucho a Kuky y me acerqué a él llamándolo por su nombre. Me miró, nos reconocimos y lo tomé en brazos. Sin más le dije que lo llevaba a casa y él no objetó nada. Fue un paseo difícil durante el cual en algunos tramos debíamos pasar por zonas con mucho tráfico, y a Kuky le molestaba mucho el ruido de los motores. Lo abrazaba fuertemente mientras tanto pero sin agobiarlo, y aguantó tenso pero estoico hasta llegar a casa. Al que fue su hogar y al que él, evidentemente, ya no consideraba así.

Lo dejé en el recibidor, le pedí que esperara unos segundos y obedeció mientras yo hablaba con mi padre. Fui categórico: "Papá, ¿sabes quién ha venido conmigo? ¡El Kuky! Y esta vez se queda". Mi padre no me discutió, supongo que estaba demasiado desconcertado.

La herida de su pata mientras tanto había cicatrizado dejándole una leve cojera. Ya no había, por tanto, motivo para no tenerlo en casa. Nadie le pidió que se fuera, nadie volvió a mencionar la idea felona de abandonarlo en ninguna parte. ¿Fin de la historia? No, qué va.

Tres días nos aguantó. Después de nuestra traición ya no éramos su familia y él lo sabía. Siempre fue muy orgulloso. Al tercer día se marchó, para no volver.

Nos volvimos a ver en varias ocasiones, siempre por la zona del barrio céntrico donde lo reecontré tras el abandono. No sé muy bien qué habría encontrado por allí, a esas alturas habíamos perdido confianza y ya no me contaba nada de su vida, pero quiero pensar que encontró una Blanquita idealizada y fiel y que estaba mejor con ella que con nosotros.

Un día alguien me contó que había visto por esa zona un gato como el mío... muerto. Y yo ya no volví a encontrarme nunca más con Kuky. Pero no puede ser. Seguro que Kuky sigue por allí y a veces se acuerda de cuando me acompañaba al colegio. Seguro que es el gato más viejo del mundo y que se acuerda de mí, como yo me acuerdo de él. ¿Fin de la historia? No sé, tal vez sí. Ay.

Suerte, Kuky.


1 comentario:

Leónidas Kowalski de Arimatea dijo...

Comentario importado de su anterior ubicación en Spaces:

lucia
Historia tierna , estara vivo, recuerda que los gatos tienen 7 vidas , la obsesion que tienen los papas por desacerse de las mascotas , yo creo que si pudieran los harian con los niños tambien jajaja :
- uy el niño se a acatarrado , hay que desacerse de el , o nos pegara el virus .
Yo tengo un gato ( no se lleva muy mal con mi madre ) , otro gato imprecindible para sacarme del apuro si se me pincha una rueda , y un perrito , que en este caso mi madre si lo odia , aunque creo que kilo tambien a ella , asi que los dos se aguantan por ahora .
19/03/2006 22:45